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co E: personas locas le insinuaban, y no a mí, que estaba en sana razón, enseñándole las doctri- nas del Cristianismo. Se hizo el desentendido el cacique viejo, y sordo, porque era marido de dos mujeres, una de ellas muy jovencita. Cuen- to el caso porque es típico. Las costumbres y los errores de los indígenas de cuño antiguo, están estrechamente enlazados entre sí: poligamia, ro- gativas, curaciones de machi, entierros a la usanza antigua y fiestas de inauguración de casas, Un juez de letras me dijo una vez que yo traba- jara en impedir las fiestas de los indígenas, por- que le llenaban la cárcel de reos. Si algunos viejos, con apariencia de fe conven- cida y de profunda veneración hacia sus abuelos, sostienen la costumbre de que se trata, algo de respetable hay en esto; como lo pudiera haber en aquella acción del generalísimo japonés y su mu- jer, que por honrar a su emperador muerto, se abren el vientre con el tajo, por nombre jaraquirí. Hay algo de heroísmo en esto, pero mucho de repugnante y absurdo. Y, de igual manera, en el Billatun encuentro algo de interesante y, quizá, venerable; pero a la vez, una muy lamentable es- tupidez y culpable tenacidad en sostener los erro- res que no merecen tolerancia. Además, somos cristianos, que por la gloria de Dios y la salvación de las almas, debemos desear y hacer lo posible para que los cultos supersticio- sos y paganos se acaben; y por eso, precisamen- te, os ha dado Dios ese hermoso suelo: para que,

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