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campaña civilizadora. Por eso, a los religiosos franciscanos, y a otros nuevos y denodados obre- ros del apostolado evangélico, los Misioneros Ca- puchinos, los encontramos ahora junto a la ruca mapuche, defendiéndola de las aves de rapiña que revolotean a su alrededor; trabajando por salvar al indio del abismo de abyección en que gime; por elevar sus condiciones materiales, inte- lectuales y morales; por hacerlo participante de los beneficios de la vida civilizada, y para que la Patria pueda también aprovechar las maravillo- sas cualidades de una raza de titanes. ¡Ah señores!, he tenido ocasión de llegar hasta algunas de las misiones instaladas y sostenidas por los beneméritos religiosos franciscanos y ca- puchinos en el fondo de las selvas de la Arauca- nía. Son asilos, son campamentos de la caridad, son hogueras de luz y de calor, encendidas en la noche fría y obscura del salvaje, noche de siglos, que sólo alegran la palabra amorosa del Ministro de Jesús que lleva el consuelo y la esperanza al corazón del indú, y la cruz del pequeñc campana- rio que se alza como enseña de progreso, de paz y de fraternidad. Todos esos misioneros capuchinos han venido de otras naciones; no son hermanos nuestros ni por la sangre, ni por la raza; pero son hermanos del indio por la fe. He encontrado al R. P. Sigifredo a treinta le- guas al Oriente de Valdivia, en plena cordillera, a orillas del lago Panguipulli, rodeado de sus in-
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