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q y Ela no de respeto y de cariño por esos heroicos Mi. sioneros! El indómito araucano, cuya bravura y cuyas energías de acero no han sido superadas, los que reconocían maravillados sus enemigos, y que han arrancado a la lira del poeta estrofas inmortales, depuso al fin su lanza gloriosa ante la espada del conquistador, que lo sometía en nombre de la jus- ticia y del derecho, en nombre de la civilización. Para afrenta de esta misma civilización, para ver- gúenza nuestra, la heroica raza es mantenida hasta hoy fuera del derecho común, casi podría- mos decir en plena barbarie, sin que le hayamos dado siquiera nuestra lengua. Después de haber sido despojados los indios de sus rebaños y de las tierras fecundadas con el sudor de su frente, y regadas con su sangre, y de haber sido persegui- dos como bestias bravías, víctimas a veces de los propios agentes de la autoridad puestos por ella a las órdenes de sus opresores, todavía continúan en el mayor abandono, todavía siguen siendo víctimas de la rapacidad de malvados sin con- ciencia que, como los aventureros de otros tiem- pos, los explotan, les roban, los corrompen, los incendian y los matan, para adueñarse de los úl- timos jirones de tierras reservadas a sus domi- nios, no contando sino con un amparo irrisorio de la ley y de la autoridad bajo la cual se cobijaron. Pero la Iglesia de Cristo ha continuado, a la vez, la obra secular de la defensa de los derechos del indígena, y prosigue con celo inextinguible su

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