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| | | «Amaos los unos alos otros; todos sois hermanos», En un principio el pobre indígena oía predicar las verdades sublimes del Evangelio entre el es- truendo pavoroso del cañón de los conquistadores, que avanzaban a sangre y fuego, y el lúgubreruido de sus cadenas de esclavo. Veía a los misioneros al lado de los soldados que les arrebataban sus bienes y su libertad; que hollaban su familia y gus más nobles sentimientos; que los sometían a todos sus caprichos, a todas sus pasiones; que los miraban como instrumentos para adquirir dinero y satisfacer los más brutales apetitos; y los con- fundían a unos y a otros, a misioneros y a solda- dos, en un mismo odio y en una misma maldición. Pero vieron pronto que la Cruz no es estandar- tede opresión, sino bandera redentora; pronto su- pieron distinguir entre sus explotadores y victi- marios, y los que se le brindaban por amigos sin- ceros y leales, por protectores y padres, en nom- bre de Aquel que abrió sus brazos en la Cumbre sagrada para redimir a todos los hombres, sin di- ferencia de razas, ni de lenguas, ni de clases. Son muchos los nombres de los heroicos misio- neros evangelizadores y defensores de los aborí- genes. No es posible dejar de mencionar el de uno de ellos, el del dominicano Bartolomé Las Casas, quien, después de haber agotado todo el vigor de su grande elocuencia en condenar, con acentos dignos de Jeremías, las crueldades y ex- plotaciones criminales de los conquistadores, muere a los noventa y dos años, escribiendo con

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