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at AI y Caleb, decidióse á elegir un caudillo para que le condujese á Egipto. En tan críticos momentos dejóse oir, airada y aterradora, desde el Arca de la Alianza, la voz del Se- ñor: «¿Hasta cuándo sufriré á este pueblo blasfe- mo ? Yo los heriré y consumiré con pestilencia, y á ti, siervo mío Moisés, te haré príncipe de una nación esforzada. » Al poco rato cayeron los diez explorado- res desleales, heridos por el Señor. Moisés, el más dulce de los hombres, suplicó á Dios tuviese misericordia de los demás delincuentes ; y el Señor, merced á sus ruegos perdonóles, sí, la vida, mas en castigo de su rebelión condenó á cuantos tuvieran arriba de veinte años á morir en el desierto, sin llegar á la tierra de promisión, excepto Josué y Caleb. Al día siguiente los israelitas pretendieron subir á las montañas que les separaban de la tierra pro- metida, desobedeciendo así las órdenes de Moisés; mas los cananeos y amalecitas que ocupaban las al: turas y los desfiladeros les acometieron de improviso, é hicieron en ellos gran carnicería. 50. Coré, Datán y Abirón. Poco tiempo después, otra sedición más seria tuvo lugar en Israel, Coré, Datán y Abirón, juntándose con otros dos- cientos cincuenta hombres, los más ilustres de Israel, acusaron á Moisés y á Aarón de haber usurpado el Sumo Sacerdocio y la suprema autoridad én el pue- blo. En actitud tan levantisca permanecían ellos frente á sus tiendas, cuando llegó Moisés seguido de; los ancianos, para atestiguar al pueblo el castigo que! Dios iba á enviar á los amotinados. « Retiraos, de- cía, de las tiendas de esos impíos, y no toquéis nada de lo que les pertenece. » En acabando de decirlo, abrióse repentinamente la tierra, y tragó á los tres]

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