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326 — sibles, fué aboido; más aún, tan poseído aquel ab- yecto pueblo de inmoderado aprecio á sí mismo, como de odio á Dios, proclamó el culto de la diosa Razón ; y, al efecto, colocaron á una prostituta en magnífica carroza, y luego de pasearla por las calles de París en infame procesión, la llevaron á la Iglesia de Notre Dame, la subieron al altar y le ofrecieron incienso. Las tropelías, crímenes, infamias y desafueros come- tidos por el vulgo y por los gobernantes fueron tantos y tan enormes, que al solo oir el nombre de Marat, Dantón y Robespierre los cabellos se erizan de es- panto. Esta anarquía no podía ser duradera. Napoleón 3onaparte, proclamado primer cónsul en 1799, mer- ced á sus importantes victorias sobre los enemigos de la república y al gran prestigio cobrado entre sus pai- sanos, encauzó la revolución, restableció el orden en el país, garantizó, la libertad de los ciudadanos, y hasta ajustó con el papa Pío VII un concordato el año 1801. No fué el afecto á la Iglesia sino miras y planes ambiciosos los que movieron á Napoleón á entablar relaciones amistosas con el romano pontífice. Su comportamiento con la Iglesia fué detestable, hasta el extremo de conducir prisionero al Papa á Fontaine- bleau. Pero llególe también su hora á este monstruo y asesino de la humanidad. La estrella de Napoleón comienza á eclipsarse, sus ejércitos son deshechos en Rusia y en España, los príncipes de Europa alíanse entre sí para defender sus estados de los terribles asaltos del invasor, dase en Waterloo la batalla de- cisiva, y es por último derrotado el vencedor de Marengo y de Austerlitz. Napoleón huye precipitada- mente á París ; pero persuadido ya de que va á caer sin remedio en las manos de sus enemigos, entrégase á discreción á los ingleses, los cuales le conducen á la pequeña isla de Sta. Elena, perdida en el océano.
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