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ritu Santo que me marche á Jerusalén, donde, según parece, otra cosa no me espera sino penas y tribula- ciones. No volveréis ya á ver mi rostro; y así, nome tengo de salir de aquí, sin primero recomendaros continua vigilancia sobre el rebaño á vosotros enco- mendado por el Espíritu Santo, cuya benignidad os ha escogido de entre los demás fieles para obispos y pastores de la Iglesia. Digo esto, porque después de mi partida lobos rapaces intentarán asaltar el redil para sembrar la división en el rebaño, y aun entre vosotros mismos no faltarán quienes prediquen fal- sas doctrinas, cegados por la ambición de procurarse discípulos. » Envidiosos los habitantes de Jerusalén de los pro- gresos obtenidos por el cristianismo entre los gentiles merced á los esfuerzos de Pablo, levantaron en la ciu- dad, á la llegada de este apóstol, una formidable se- dición para matarle; y, en efecto, no hubiera salido con vida de aquella conjuración, á no haber acudido el tribuno Lisias en su defensa. Pablo fué obligado á comparecer delante del Sanhedrín, supremo tribunal compuesto de saduceos y fariseos, á los cuales supo Pablo dividirlos entre sí con tanta habilidad, que,á causa del gran alboroto levantado por los mismos jue- ces, no se dictó sentencia ni pudo saberse á punto fijo cuál era la opinión del San edrín acerca de la conducta del apóstol. Avisado secretamente el tribuno de que más de cuarenta israelitas se habían conjurado para matar al siervo de Dios en la primera coyuntura, or- denó á dos centuriones que lo llevaran á Cesarea. En esta ciudad fué Pablo interrogado primera- mente por el gobernador Félix, y después por Festo, sucesor de aquél, y últimamente por el rey Agripa, todos los cuales le declararon unánimemente ino: cente de las calumnias de que le acusaban los judíos. Pero viendo Pablo que el gobernador Festo, por dar
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