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P. JOSE AGUSTIN MACKENZIE 113 que el veloriante está para irse, saca un animal de los que están encerrados y se lo entrega, según la categoría del huésped; si es pobre,, en ocasiones no le dan sino un buen trozo de carnero; si no lo es tanto, le dan una oveja o un chivo; si es de alguna consideración, le entregan un torete mediano, y si es un indígena rico, una vaca o un novillo. Al cabo de unos días recubren el muerto con un cuero fresco de res (algunos indígenas ya no estilan esto), y entre unos cuantos de la familia lo llevan a sepultar al cementerio de su propia casta, o simplemente en el suelo, a alguna distancia considerable del rancho donde falleció. Casi todas las castas tienen su bóveda o cementerio común, y consiste éste en una especie de panteón, con vários tabiques hechos por algún albañil civi– lizado y rematando en una cruz; procuran los guajiros tener siempre bien blan– queadas sus bóvedas, que se divisan a largas distancias. Cuando no tiene la familia cementerio propio y sepultan al difunto en la tierra cercana al rancho, por allí inmediato suelen hacer una enramada a modo de choza para que cuan– do vayan sus parientes y amigos a llorar, tengan donde cobijarse de los abra– sadores rayos del sol guajiro, o de las lluvias. Es de notar que todavía hay indí– genas que colocan en el ataud bollos, arepas, •fríjoles, ron y aquellos elementos que al difunto le eran más gratos en vida. Quien por casualidad le preguntare a un guajiro a dónde fue el muerto, de seguro que le contesta: "Por allá lejos... por Jepira" ... y señalaría con la mano la dirección del Cabo de la Vela; esa como que es la dirección que toma todo el que muere en La Guajira, en su peregrinación hacia la otra vida, según creencia del guajiro. Una vez que se dio sepultura al cadáver, el designado para hacer el re– parto de los animales le va dando uno a cada uno de los concurrentes que aún estaban en el velorio y no habían recibido el suyo. Si por haberles llegado tarde la noticia, algunos indígenas se presentan al rancho, sepultado ya el cadáver, deben ir al cementerio respectivo y llorar allí, como si estuviera insepulto; en– tonces regresan al rancho, donde reciben el animal que les corresponde por haber ido al lloro; si no cumplen con este requisito no se les da el animal. Casi por lo común, después del entierro, desbaratan el rancho donde mu– rió el pariente, y se van a construirlo a otro lugar distante, como en prueba de luto y pesar. Desde entonces jamás se vuelve a pronunciar el nombre del di– funto, sino que al hacer alusión a él dicen: "El difunto era muy rico, muy bueno, montaba muy bien a caballo, etc.". Posiblemente quienes leal'l lo relativo a las usánzas 'del guajiro, consisten– tes en el MAS ALLA; en el respeto al familiar extinto, a la manera de paten– tizarle a sus• seres queridos, ese amor que en vida les tuvieron; ridiculicen, como algo obsoleto, fuera de mera, eso que hemos relievado en todo momento: las tradiciones de una raza, tan digna de estimación y respeto, que la nuestra, la de los que nos consideramos como civilizados y con grandes valías. Pero su burla es inaudita. Y, a no dudarlo, ese mito, apreciado así por nosotros, esas usanzas, muy posiblemente digan más al alma: la creencia del guajiro en la vída eterna, no sin desconocer que, algunas ritualidades suyas, · coino la co:tnida que se intro– duce en su ataud, deben desecharse y extinguirse, por obsoletas. • Con todo, me quedo mejor con ciertas costumbres del guajiro, que con
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