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quince que hagamos esta tarde, mañana almorzaremos en Compostela. ¡Esto está chupado! Comemos aquí, en Arzúa, y, como no hay prisa, mantenemos una animada sobremesa con cuentos, anécdotas y chascarrillos. Uno de los cruzados empieza un chiste verde y el otro, al tiempo que le da un coda– zo, le reprende quedamente: « ¿No te fijas que somos peregrinos?», y le corta en seco. Durante el paseo vespertino alguien suscita el problema de la confe– sión y si no será verdad eso que dicen que es un invento de los curas. El tema es de palpitante actualidad, pues mañana estaremos en Santiago y queremos ganar el jubileo; la discusión es de lo más interesante y se esgrimen toda esa serie de argumentos y sofismas que se acostumbra, según la postura que se adopte; los cruzados, con las ideas muy frescas y recientes de la apologética que han estudiado en el bachillerato, de– fienden a capa y espada la institución divina de este sacramento y hacen callar a los impugnadores. Otro bar: lugar cobdiciadero para ingerir un bocadillo regado con ribeiro y jugar unas partidas al futbolín. Caminamos. Son ya las ocho de la tarde y todavía no hemos pensado hasta qué poblado nos conviene llegar o dónde vamos a hacer noche, que la tenemos casi encima. Como no es plan quedarnos a dormir a la luz de las estrellas, apresuramos el paso, que a algún sitio llegaremos. Oscurece. No sabemos cómo ni por qué nos da ahora por cantar, cosa que no se nos había ocurrido nunca, y cantamos de todo lo habido y por haber, particularmente estudiantinas; alguien entona el «Cara al sol» y le decimos que se calle, y no porque sea de noche o por diferencias po– líticas, sino porque desafina un rato largo ... , y él, empecinado, sigue y llega hasta el final, y nos damos por satisfechos con que no repita. Tiene su poesía caminar de noche desgranando canciones ... , aunque quizá no participen de la misma opinión los de Amenal, que nos habrán escuchado desde lejos. De todos modos, cuando llegamos al bar, uno de tantos bares de pue– blo que ya conocemos, los hombres que lo llenan no aluden siquiera a nuestra melomanía; nos acogen con la mayor sencillez y simpatía, dialo– gan con nosotros y no consienten de ninguna manera que paguemos nuestra consumición. Entrados en confianza, nos preguntan como la cosa más natural del mundo a ver cuánto nos paga el gobierno por venir andando hasta San– tiago y si es a tanto por día o una cantidad fijada de antemano por toda la peregrinación. No salen de su asombro cuando les respondemos que este viaje lo hemos hecho por convicción y a nuestras expensas, sin ayu- 79
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