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Hay libertad de opción; la mayoría elige quedarse, en tanto que An– tonio, Juan y yo tomamos el carretil de Sarria, después de acordar jun– tarnos a las diez de la mañana en la puerta del Ayuntamiento. Esta~ «dos leguas» últimas de marcha revisten características simi– lares a las anteriores; si bien es verdad que el piso es mucho mejor, los chaparrones son parecidos, el cansancio aumenta y la oscuridad se hace absoluta. No todo nos va a salir mal: encontramos hospedaje a la primera, nada más entrar en Sarria. El lugar es un café-bar, que también es fonda. Entramos; tres individuos charlan con el camarero entre sorbo y sorbo de café. Con una celeridad a que no estamos acostumbrados, nos sirven la cena; Antonio y Juan se retiran luego a la habitación, en tanto que yo espero a que me den línea para hablar por teléfono con Navarra. Me entretengo redactando unas notas para mi Diario. Este es el momento que aprovechan los tres señores que estaban junto a la barra para acercarse a mi mesa e informarse acerca de nuestra pe– regrinación. Yo, con la mejor voluntad del mundo, les cuento a grandes rasgos nuestro viaje desde Zaragoza, pero ellos no se explican cómo a estas alturas del siglo XX haya todavía gente capaz de locura semejante. ¡He pinchado en hueso! Sin inmutarme lo más mínimo, les replico que precisamente por vivir en la época en que vivimos, cada cual es muy libre de manifestar sus sentimientos religiosos a su manera. Pasan ellos al ataque y veladamente, aunque no tanto como para que yo no lo advierta, vienen a afirmar que tales viajes no se conciben en espíritus abiertos, sino en tiempos medievales, oscurantistas, o en per– sonas ignorantes. A pesar de que son tres contra uno, no me arrugo; cambio de tercio y trato de demostrarles que también miembros de nuestra sociedad actual pueden emprender viajes de este tipo por motivos culturales, históricos e incluso deportivos, e intento bosquejar lo que en el terreno de la cul– tura, del arte y de la historia ha supuesto el Camino de Santiago. Mis interlocutores, que por lo que veo son los «espíritus fuertes» de la localidad y que a toda costa buscan pelea, me escupen a la cara que «todo eso de Santiago es un mito», y que no hay pruebas apodícticas que confirmen semejante ... verdad. Después de veinte jornadas en el Camino de Santiago, pasando toda clase de penalidades y fatigas, no consiento que sea precisamente en Ga– licia, la elegida por Dios para guardar los restos del Apóstol, donde me tomen por fanático e ignorante. ¡Lo que faltaba para el duro! Sujeto mis nervios y procuro atraer el toro a mi terreno, decidido a rematar la faena 70

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