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En los remotos tiempos del Medievo, SANTIAGO DE COMPOSTELA queda convertida no por bula pontificia ni por decreto imperial, sino por libre designación del pueblo de Dios, en una de las tres ciudades santas por excelencia de la Cristiandad, y junto con la Ciudad Eterna de Roma y la Santa Ciudad de Jerusalén comparte el privilegio de constituir el polo de atracción y el lugar soñado de la Europa peregrina. Según la tradición, fue a principios del siglo IX, reinando Alfonso 11 el Casto, cuando los ojos atónitos y asombrados de los fieles de /ria Flavia tuvieron la dicha de descubrir la tumba del apóstol Santiago, Hijo del Trueno y pariente del Señor; desde el mismo momento, ese modesto lugar, que se encuentra en los confines de la tierra, comienza a ejercer su influjo y arrastrar hacia sí las miradas y los pasos del hombre medieval. Diego Gelmírez, primer arzobispo de Compostela, y el rey Sancho el Mayor de Navarra son figuras cumbres en la historia de la peregrinación jacobea; y es a partir de ellos cuando se puede decir con verdad que todos los caminos conducen a Santiago: los pueblos de Europa se irán concen– trando en París, Vézelay, Le Puy o en Arlés para converger todos en Puente la Reina (Navarra), después de haber cruzado el Pirineo por Ron– cesvalles, Somport y otros pasos montañosos. En Logroño, rebasada ya Estella, se engruesa la ola con la aportación de los peregrinos del Levante español y de cuantos a él han arribado por las sendas no marcadas del «Mare Nostrum)). En Burgos, León 1 Astorga 1 Palas de Rey y Arzúa la marea humana avanza «in crescendo» con nuevos contingentes de hispanos de tierra adentro, de los procedentes de la mozarabía y de los que han ele– gido la ruta de la costa. En La Coruña, Finisterre y Padrón inician su andadura los que han llegado hasta allí a través de la mar océana. 5

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