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bérrimo santuario del Cebrero. Elegimos esta senda atraídos por un im– pulso irresistible. Aunque algunos tramos están casi imposibles de recorrer por la re– ciente lluvia, vale, no obstante, la pena ensayar este carretil por el ali– vio que experimentan los pies, molidos de tanto golpear asfalto. Llevamos apenas dos kilómetros y henos ya en Herrerías; en una casa pedimos de comer, no sea que no encontremos otra oportunidad hasta la noche y nos sirven la consabida ensalada y los consabidos huevos fritos, abajo, en el portal. Un individuo de unos cincuenta años, el amo quizá, nos acompaña durante el yantar y nos habla de sus tiempos del servicio militar, que lo cumplió en Zaragoza. Por esta comida, más el pan y el vino correspondiente, pagamos la módica cantidad de veintitrés pesetas por barba. Hay que arremangarse, que comenzamos la ascensión al Cebrero; su– ponemos que la cuesta será dura, en el cielo no se ve ni una nube y el sol brilla en todo su esplendor. Pero encontramos también unos alicientes que no se daban en Foncebadón: el Cebrero es el último puerto de nues– tro viaje y es la llave que nos permite la entrada en Galicia; hoy pisare– mos tierra gallega. Me veo en la precisión de detenerme y mis compañeros siguen ade– lante. La vereda sube en zigzag y yo camino solo, a mi paso, sin apurar– me. En éstas que diviso tres individuos, sentados a la sombra sobre la hierba; no reparo y ellos y continúo mi marcha. Unos metros más arri– ba, José Mari y Rafa, que me hacen gestos de que no me detenga: « ¿Has visto ahí, a la vuelta, a Antonio con otros dos? -me preguntan cuando me tienen cerca-; son los de Burgos. Acabábamos de proponerle a An– tonio pararnos un rato para esperarte y nos ha replicado que no era toda– vía hora de descansar y qua ya nos alcanzarías; y en seguida ve a los de Burgos y se queda con ellos por las buenas.» Comprendo que se trata de darle una lección. Nos alejamos, pues, los tres y nos acomodamos como y donde pode– mos y hasta conseguimos dormir como una media hora. Yo estoy recos– tado en un árbol a la vera del camino y una algarabía de voces me des– pierta; no son los míos, sino un grupo de unos ocho caminantes que pasan de largo. Media hora más y los tres « desertores» reanudamos la marcha; el carretil, que sube constantemente, describe unas grandes eses que no nos atrevemos a cortarlas por aquello de que no hay atajo sin trabajo. El sol arrea de lo lindo. Unas casas; seguramente pertenecerán a La Faba. Continúan las manchas boscosas de castaños y el verdor de los prados. 65

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