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de repente a Zaragoza: es la radío que comienza la retransmisión de la misa para los enfermos desde nuestra misma parroquia, San Antonio de Torrero ... Sin darnos cuenta nos encontramos a la altura de Rincón de Soto, villa asentada a unos ochocientos metros de la N-232 y famosa por sus conservas vegetales. Mientras bebemos agua fresca en un regacho que discurre casi escondido al pie de la carretera, pasa veloz un coche que no conseguimos ver, pero que por el ruido peculiar del motor Rafa cree ser el de su padre, que ha podido aprovechar la circunstancia de ser hoy día festivo para repetir su visita; como andamos holgados de tiempo (calcu– lamos unos quince kilómetros nada más hasta Calahorra), nos queda– mos a descansar a la sombra de un árbol, en el cruce mismo de la carre– tera, esperando el regreso del coche, si en efecto es el del padre de Rafa, y nos quedamos plácidamente dormidos. Transcurrida una hora, tomamos el carretil de Rincón de Soto, come– mos en el Bar de Arturo, regresamos a la general y en un bosquecillo dejamos que pase el rigor del día, casi frente por frente de Aldeanueva de Ebro. - ¡Rafa! ¿Sabes por qué a este pueblo lo llaman el pueblo de las tres mentiras? -¿... ? --Porque ni es aldea, ni es nueva, ni pasa el Ebro. Esta tarde es más de paseo que de marcha, de suerte que alcanzamos Calahorra hacia las ocho; cruzamos el río Cidacos, en cuyas aguas (cuan– do las tiene abundantes) se mira la catedral; es obligada la visita a este monumento gótico del siglo XV y Rafa aprovecha la ocasión para tirar unas fotografías. Hemos hecho caso omiso de la Fuente de los Trece Caños, tan cerca– na, y no por superstición, sino porque preferimos «nuestra bebida», es decir, el tinto con sifón, que tomaremos en el bar más próximo. Mientras saboreamos el rioja y descansamos unos minutos, vemos venir al Cabri– tero («Que así lo llamamos por mal nombre», aclara el camarero) y a su hijo, no mayor de cinco años, caballeros en sendos corceles. Nuestro plan es pernoctar en el colegio de los Misioneros del Espíritu Santo, los manitos, como los llama cariñosamente el pueblo, por tratarse de una fundación de mejicanos; según nos informan, está a las afueras, al otro lado del pueblo, como a unos dos kilómetros de donde nos halla– mos. Cruzamos, pues, Calahorra de parte a parte, dejamos a la izquierda el coso taurino y, tras un último esfuerzo, nos encontramos ante un gran edificio de ladrillo rojo que parece hallarse vacío: ni se oye nada ni se 20
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