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que, debido a las obras en construcción, han desaparecido los mojones kilométricos y demás señales indicadoras; pero, a juzgar por el tiempo transcurrido y por el paisaje, debemos encontrarnos cerca de Mirave– gas. Así es; subimos una cuesta, cruzamos el Canal Imperial y ... senti– mos que se nos ensancha el corazón, no por ver el puesto de la Cruz Roja, cuyos servicios no necesitamos por ahora, sino porque podemos sa– tisfacer allí la sed que nos acosa; la cerveza que tomamos con fruición en este bar nos sabe a néctar de dioses. De los presentes en el establecimiento quién se extraña al vernos de esa guisa, con nuestras voluminosas mochilas; quién se sonríe y todos se quedan intrigados. Un amigo de Antonio que entra en esos momentos nos saluda afectuoso y al enterarse de que pretendemos llegar en el día a Gallur... , a Mallén ... , según veamos, nos aconseja que no vayamos tan lejos, ya que faltan más de treinta y seis kilómetros hasta Mallén. Nos convence en seguida; realmente treinta y seis kilómetros más encima de lo andado es mucho tomate. Nos detendremos antes. Al salir a la carretera, tropezamos en la misma puerta del Miravegas con un señor que nos asegura que hasta Mallén no hay más que veintidós kilómetros: « ¡Si lo sabré yo, que paso todos los días ... !» (4). Nos que– damos un tanto perplejos pensando sobre quién de los dos tendrá la razón; son las once de la mañana y queda mucho día por delante. Si es verdadera la última información, nos sentimos con fuerzas más que su– ficientes como para ir a dormir a Mallén. Caminamos. Sin darnos cuenta de cómo ni de dónde, sale a la carre– tera, a unos trescientos metros de nosotros, un individuo con un saco al hombro (¿un mendigo?); apretamos el paso y le damos alcance: repre– senta cincuenta y pico de años y parece acostumbrado a caminar, tanto es así que inmediatamente se despega de nosotros y en poco tiempo nos saca de nuevo una gran ventaja. Es el mediodía; el sol cae a plomo amenazando con derretirnos la sesera, las mochilas pesan lo suyo y ... llevamos en pie muchos horas. Es cuestión de detenernos a comer y a descansar, como Dios manda; un buen sitio puede ser La Imperial. Como los viajeros que cruzan el desierto esperan encontrar tras cada loma el oasis que se refleja en el firmamento, así nosotros con pare– cida ansiedad creemos vislumbrar dicho parador a cada curva de la ca– rretera ... Al fin llegamos ... Comemos frugalmente y buscamos luego una som– bra para sestear; un cobertizo cercano para coches nos viene de perillas. Nos tumbamos cara al cielo y dormimos unas horas sobre la dura tierra; el «aparcamiento» nos resulta gratis. 14
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