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mos hasta donde consideremos oportuno, con tal que mañana podamos pernoctar en la capital de la Ribera de Navarra. Enfilamos la carretera de Logroño -N-232-, mientras Antonio me cuenta el motivo de su peregrinación. Todo empezó el día 30 de octubre del año pasado: marchaba él en automóvil con su esposa encinta y otros tres amigos a Samper de Calanda para asistir a la clausura de un cursillo de cristiandad y sufrieron un grave accidente del que su señora salió la peor librada. Prometió entonces ir andando hasta Santiago de Compostela si ella se recuperaba completamente y llegaba con bien el fruto esperado. Al ver atendida su súplica, cumplía ahora gustoso la obligación que él mismo se había impuesto. Eso no quita para que haya sentido un nudo en la garganta al abandonar el portal de su casa, según confiesa con sin– ceridad. Con la promesa de caminar va incluído el firme propósito de no afeitarse la barba en tanto dure la peregrinación. Rafael -Rafica, como lo llama cariñosamente- es el hijo mayor de un buen amigo y se ha ofrecido espontáneamente a acompañarlo para evi– tarle la soledad de cuatro semanas por esos mundos de Dios y llevado también, cómo no, por ese noble y juvenil afán de aventuras. Ambos se han entrenado juntos varios domingos consecutivos con marchas campes– tres y esperan que les responderán bien los pies. Yo, por mi parte, les descubro mi viejo deseo de ir a Compostela y al– gunas de las razones que me impulsan a realizar el viaje; me considero también en plenas facultades físicas y lo suficientemente preparado mer– ced a mis ocho kilómetros diarios a lo largo del curso. Hablando, hablando, hemos llegado a Casetas y no son todavía las siete de la mañana; poco después nos adelanta un autobús de peregrinos a Santiago, de nuestro barrio precisamente. Aunque les decimos adiós con la mano, ellos no advierten nuestra presencia, lo cual provoca en nosotros una pequeña desilusión. Nos hallamos pletóricos de optimismo y frescos por el momento, pese a los quince kilómetros recorridos a buen ritmo y a que el sol comienza a calentar. Unos albergeros nos brindan su fruto agridulce todavía, y que nos ayuda a disimular la sed. Poco a poco el tráfico se intensifica: es domingo y, además, comien– zo del «puente» de San Pedro. Parece que Zaragoza va a despoblarse por unos días; para evitarnos algún percance serio y caminar más de– sembarazados, empleamos los tramos en construcción de la futura auto– pista Zaragoza-Alagón. Así nos sentimos mucho más tranquilos y des– preocupados. Frente a Torres de Berrellén tomamos alimento y descansamos por primera vez, sentados en unos viejos troncos que yacen junto a la ca– rretera. 12

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