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contactos a ritmo de gran ciudad: un amontonamiento informe de individuos, una masa de relaciones vaporosas en un océano marcado por la impronta del anonimato. Constantemente tenemos la sensación de que todo está lleno y alborotado: trenes, almacenes, teatros... Ser engullido y desaparecer en la masa, he aquí la existencia de nuestros con– temporáneos: el hombre de la masa. Es el reino del «se». Una corriente vigorosa nos arrastra en el sentido de una igua– lación y una nivelación. Es difícil llegar a ser uno mismo dentro de la masa, este algo sin rostro que hace de nosotros unos simples ejemplares numerados. Una atmósfera de anonimato nos invade en los transportes colectivos, en los servicios públicos, en las informaciones a través de los mismos periódicos y de los mismos programas de televisión. Nos vemos convertidos en silue– tas sin fisonomía propia. Cada uno es como el resto de los demás hombres, y esto no sólo en las estadísticas y en los diagramas, sino también en la vida ordinaria. Aunque discreto como una neblina, el «se» no por eso deja de ejercer su influencia, una auténtica dictadura. Pues es la masa, la moda, quien nos prescribe el modo de juzgar, las cosas que hemos de leer, cómo nos hemos de divertir. Los otros nos «encasillan» como a objetos; nos observan, nos califican y nos cosifican y como las articulaciones secundarias de la masa se basan sobre las necesidades comunes, al mismo tiempo que sobre las funciones y los intereses, aquellos toman todavía más densa la niebla del anonimato. La nueva forma de existencia impuesta por la masa al indi– viduo es la misma que la de una pieza de recambio o la de un accesorio. La persona no se halla integrada como miembro en una comunidad, sino que pasa desapercibida entre los innume– rables. A pesar de la gran proximidad existente no se da una -78-

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