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personas eran respectivamente, Paul Weaver, Joe Villnova y Roxy Barazano. Todas las transaciones de nuestra familia tenían lugar dentro de un círculo de amistad más inclusiva y lazos parentales con las mismas personas. Nunca eran anónimos. De hecho, el vendedor o repartidor ocasional, el forastero desconocido, era siempre mirado con sospecha hasta que supiéramos de dónde venía, quiénes eran sus padres y si su familia era «algo bueno». Las excursiones a la carnicería, a la estación de gasolina eran inevitablemente visitas Sociales, nunca contactos meramente fun– cionales. Ahora, como urbani ta, mis transacciones son de un género muy distinto. Si necesito que reparen la dirección de mi coche, comprar una antena de televisión o cobrar un cheque, me en– cuentro en relaciones funcionales con mecánicos, vendedores y empleados de banco a quienes jamás veo en otra ocasión. Estos «contactos» no son «mezquinos», «sucios o brutales» aunque tienden a ser cortos, al menos no más largos del tiempo requerido para hacer la transación e intercambiar un breve saludo. Algunos de estos contactos humanos ocurren con una frecuencia conside– rable, de forma que llego a conocer los modelos y quizá incluso hasta los nombres de algunas de las personas. Pero las relaciones son unifacéticas y «segmentarías». No me encuentro con estas personas en ningún otro contexto. Para mí siguen siendo esencial– mente tan anónimas como yo para ellos. Es más, en el caso del reparador de mi coche, espero no volverlo a ver: no porque sea un hombre desagradable, sino porque mi única razón para verlo sería una avería nueva y costosa en mi coche» (25). Y sigue Raymond Hostie describiendo la vida en la gran urbe: «en nuestros días el espacio social se caracteriza por los (25) COX, H., «La ciudad secular», Edit. Península (Barcelona), 1.968, ps. 66-67. - 77-

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