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En la clínica, cuando vas, eres el trescientos treinta y ocho u otro número cualquiera; no fulano de tal. En el juego, el once, el seis, si es el fútbol; el rojo, el azul, en la pelota; el veintidós, si es carrera de coches, motos, o de caballos... Y siempre ganará uno de ellos, no la persona. Tal vez algún interesado, quizá pregunte quién eres tú. Si vas al cine o al teatro, serás un individuo que llena la fila tal, con el número tal, y como a tal te acompañará el aco– modador. Si tienes que viajar, canta y cuenta el número de tren, el vagón, el departamento, hasta llegar al número de tu asiento. En el metro o en el autobús, contará también el número de billete y la fecha. Si vas al banco a cobrar, tu persona será llamada por un número; y si compras en las tiendas, pagarás también por el número que te den. En los viajes, preguntar sin más por el nombre de uno, es más bien falta de urbanidad. Se habla sin saber con quién. Du– rante la conversación se suele ir deduciendo, y tal vez si se llega a tomar mucha confianza se suele dar el nombre, y quizá la direc– ción. Este es el hombre de hoy: despersonalizado y oculto tras el más cruel de los anonimatos, y como escribe Vela, «en lo íntimo las personas se sienten como bloqueadas y aisladas (...). Tal vez por esto la enfermedad de nuestro tiempo es la an– gustia» (24). A este propósito tiene Cox una página que ya se ha hecho célebre, de profunda observación socio y psicológica: «durante mi infancia, llega a escribir, mis padres nunca mencionaron a «el lechero», «el agente de seguros», «el chatarrero». Estas (24) ANDRES VELA, o. c., p. 139. - 76-

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