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dimensión de su vida, y otro en otra opuesta a la anterior; un yo para la mañana y otro para la tarde; uno para vestirse de una forma, y otro de otra. El hombre, es la realidad, se halla dividido desde su más profunda esencia de hombre, por estas dos sociedades que una disputa una parte de su vida, que para su perspectiva y en ese momento es toda, y la otra su otra vida entera en toda su dimensión esotérica, eterna si se quiere. Mientras una sociedad le dice que si quiere ser feliz, triunfar dentro de los moldes de sí mismo (así se lo formula de hecho, no tanto quizá de derecho), tiene que atropellar, no tener conciencia en el negocio, no ir jamás con la verdad por delante, aplastar a quien se le oponga, y si fuese necesario, para triunfar en esa vida, incluso llegar a matar; la otra, por el contrario, le dice que si quiere ser un buen ciudadano en su sociedad y triunfar como tal, tiene que dejarse pisotear, poner enseguida la otra mejilla si le pegan en la primera, que se humille, que no hable, que no proteste, que tenga paciencia, que perdone y si fuese necesario que se deje matar. La primera sociedad que hemos descrito le conmina a que, si no cumple eso que ella le dice, se morirá de hambre; la segunda, por el contrario, le amenaza a que si no cumple su programa, se condenará eternamente. Y así el hombre se ve como cogido por las palas de una inmensa tenaza contradictorias que le aprietan desde su ser más profundo de hombre, como es su instinto de conservación natural que sería la primera: ultranatural o soteriológico, que sería la segunda. De la sociedad civil, si quieren, del «mundo» sería el primer programa. y, en él, el instinto de conservación natural; y de la sociedad eclesial, de la Iglesia, el segundo con toda su -59-

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