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Este mundo no es Dios, ni depende de El, ni cuelga de sus manos como una marioneta; ni se encuentra El escondido detrás de esas nubes, ni remueve los rescoldos profundos de los volca– nes. Este mundo tiene sus fuerzas propias; El le ha dado su autonomía también propia, aunque relativa, pero sí lo suficiente como para que sea objeto directo de estudio, capaz de hacer ciencias independientes de la teología; y al hombre el mandato inexorable desde siempre, de dominarlo (Gen. 1,18). «Acaso este proceso de secularización, vuelve a decir Antonio Alonso, está llegando en estos años a su altura máxima. Se carac– teriza ahora por una autonomía creciente de lo temporal que ha sido canonizada por la constitución Gaudium et Spes y cuyas consecuencias no todos apreciaron ni estamos todavía en condi– ciones de concretar con detalle, ni mucho menos de convertirlas en vida. Claro está que se trata de una autonomía relativa, pero ya no se tiene miedo de que la transcendencia de Dios implique poco menos que la negación del hombre, ni que la actividad de las llamadas causas segundas y la decisión del hombre sobre lo temporal quiten nada al gobierno de Dios, sobre cuya naturaleza sabemos muy poco fuera de lo que El mismo nos enseña por su manera de actuar en la Escritura. Todo lo contrario. La autono– mía que se pone ahora de relieve, manifiesta mucho más grande– mente la sabiduría de Dios» (5) y la grandeza del hombre. Por eso Dios no está ni lo suficientemente cercano al hombre que lo ahogue, neutralice, o lo niegue; ni lo lejano que lo suma en un mar de confusión, al no poder explicarse por sí mismo qué supone él, el mundo, y todo lo creado, ni en qué mar de misterios se halla envuelto, y no rara vez acomplejado. El, con su esfuerzo, con esa civilización técnica, con su ciencia y (5) Ibídem. -18-
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