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antes tan «generosamente» diera a la Iglesia, y que por tantos años ésta lo ha guardado y disfrutado , para sacar una Iglesia más libre, más auténtica, más encarnada, no mezclada con ningún poder político concreto que la atenace y sujete, casualmente para tener más libertad (como Sacramento Universal de Salvación que es para todos) de anunciar el Reino, y denunciar lo que de denunciable haya en cualquier estamento, bien sea social, político, cultural, religioso, económico, antropológico, psicológico, o lo que sea. La Iglesia debe encarnarse en el mundo, en la historia; comprometerse, arriesgarse en todo , como lo dijimos anteriormente, pero sin estar excesivamente cuadriculada y cir– cunscrita a tal partido o mentalidad política o social exclusiva– mente. Por eso, es hoy la Iglesia la que pide separación Iglesia– Estado, desamarrarse de eso que la ha tenido condicionada, en muchas ocasiones esclavizada, durante tantos siglos, no porque esté reñida con ningún Estado, sino porque se quiere a sí misma más libre y más auténtica. Antes, recordemos siglos pasados, los que se separaban de la Iglesia eran los Estados. Y Ella lo veía con dolor, como si la dejasen sola, como que si le quitaban el apoyo del Estado se iba a medio hundir, o tambalear. Hoy sabe muy bien la Iglesia que su apoyo verdadero nó es ningún Estado, sino Cristo; y que la mejor forma de perseguir a la Iglesia es favorecerla demasiado. Su unión a los Estados le reporta más desventajas que ventajas, y es mucho más lo que arriesga que lo que gana. Y una de ellas es esa masificación, esa fe sociológicamente asegurada, como la hemos llamado antes , que hace que se tome la fe por tradición, no por reflexión per– sonal y por convencimiento propio. O como dice muy acerta– damente también Useros, «los regímenes o los métodos de preser- _ 100 _
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