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licismo irrumpió de golpe en la historia, y aquello de «ser cristiano» y súbdito «romano» que era inconcebible antes y motivo de ir a las llamas, a caer bajo los colmillos de los leones, ahora aparecía hermanado y casado, hasta el extremo de que en la práctica se exigía de hecho estar bautizado para pertenecer al imperio, pues para desempeñar la mayor parte de los cargos civiles, a partir de aquí, era requisito indispensable ser cristiano. Más tarde el «cuius regio, eius et religio», que no es un criterio evangélico de autenticidad cristiana, sería una norma muy común de pertenencia a la Iglesia. Ese principio no dejará discer– nir, si el subsiguiente comportamiento cristiano procede de la propia iniciativa y lealtad cristiana, o de la imposición legal. activando aún más con esto la masificación. De esta forma y medio involuntariamente en la vida eclesial, la fe quedó confiada en la práctica a la potestad civil; ella era la más celosa custodia de la retransmisión fiel del depósito de la fo, y los cristianos quedaron dormidos irresponsabilizándose en los más gloriosos de los laurenes, llenos de privilegios, tanto los fieles, como sobre todo el clero, y más los obispos y el Papa. Para evitar cualquier fricción en el seno del imperio, llegó incluso a convocar (5) esa potestad civil, Concilios para solucionar con– flictos dogmáticos. Hoy se tiende a deshacerse de todo, es decir: de toda ayuda, de todo privilegio estatal que puedan prestar los estados a la Iglesia (porque, en otras palabras, es una forma de tenerla sujeta, y aprisionada para sí). El constantinismo tiene hoy su fenómeno contrario: se le pretende devolver a la potestad civil todo lo que (5) Así el Concilio de Nicea, convocado por Cqnstantino el 325 para apaciguar el Imperio. Cfr. BIHLMEYER TUECHLE, «Storia de la chiesa», Tomo I, Monotipia, G. Polli-Milano. p. 292. - 99 -

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