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o que se entera por la radio de lo que pasa en su parroquia o en su diócesis? (3). Como podemos observar, el giro ha sido más que de ciento ochenta grados. Lo que sí aparece cierto en aquellas primeras comunidades, que el núcleo comunitario, si lo había para tanto, no aparece masificado, sino muy integrado por un grupo humano muy personalizado. Así se explican aquellas recomendaciones persona– les de Pablo a distintos miembros de las iglesias, y que tanto abundan en cualquiera de sus cartas (1 Cor. 16,15; Flp. 2,25; Col. 4, 10-18; Tít. 3,13; por citar algunas). La interrelación per– sonal se ve que era muy grande, y el conocimiento mutuo muy a fondo. El constantinismo, con el Edicto de Milán (313); y más tarde la institucionalización más solemne del cristianismo con los distintos edictos que el Emperador Teodosio fue dando para favorecer a la Iglesia (en el fondo más profundo, creemos que para favorecerse a sí mismo, asentarse él en el poder más fuer– temente con una religión única de Imperio, asegurándose así más su trono) entre los años 380-392, dieron al traste con todas aquellas pequeñas comunidades tipo Pablo, al obligar práctica– mente a todos a bautizarse y hacerse cristianos, castigando el culto pagano como crimen de lesa majestad. De buenas a primeras, cayó sobre la Iglesia un golpe de masificación tal, del que todavía no nos hemos repuesto, y cuyas consecuencias más vivas aún sufrimos (4). La fe quedó sociológicamente asegurada; el nacional-cato- (3) USEROS, M., «Cristianos en comunidad», Edit. Sígueme, (Salamanca) 1970, p. 45. (4) Cfr. LLORCA, B., «Manual de Historia Eclesiástica». Edit. Labor,. (Barcelona), 1960, ps. 116-123. -98-

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