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116 O, Jesu mi dulcissime Quienes han vivido cerca de José Luis conocen una debilidad suya. Cuando ha solido dirigir el motete del Padre Donostia O, Jesu mi dulcissime , la emoción le ha embargado y le ha hecho derramar algunas discretas lágrimas. Sin grandes ademanes, pero no pudiendo contenerse, esas lágrimas señalan dónde esta enraizada la fortaleza que le ha ayudado a desarrollar tantas realidades. En el sentido más sencillo de la palabra, es la fe. No una fe pequeña y estrecha, que se pierde en los argumentos de los cuentos que hemos inventado para tratar de explicar lo inexplicable, sino una fe madura que ha mirado de frente al misterio de la vida y a llegado a su punto de sazón. Lo expresó bien Hermann Hesse: tener fe no es saber nada, sino tener esperanza. ¿Alguien tiene mayor esperanza que el que la crea? La esperanza surge cuando se practica. Ese ha sido su camino. A la hora de retirarse, José Luis ha sabido también iluminarnos caminos de futuras esperanzas. Sin que nadie se lo pidiera, decidió que era el momento de dejar que otros continuaran con las tareas que él comenzó. Porque, haciéndose a un lado, había quienes podían continuarlas. Y, habiendo dejando sus tareas de liderazgo, ha continuado trabajando. Gratuitamente. Y yendo semanalmente a Urbasa. Y con buen apetito en la mesa. Y recitando en sus entrañas O, Jesu mi dulcissime, Tu spes mea in terra viventium 23 . Muchas gracias, tío capuchino. 23. Oh, dulce Jesús mío, tú eres mi esperanza en la tierra de los vivos.

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