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los nueve concejales y los cuatro junteros, uno por cada cuartel de los que, sin sentido jurídico tradicional, agrupan los catorce núcleos de población: Baztangoiza (Errazu, Ariz- cun, Azpilcueta); Elizondo (Elizondo, Elvetea y Lecároz); (Irurita, Garzáin, Arráyoz, Oronoz) y Basaburúa (Ci. ga, Aniz, Berroeta y Almándoz). Su competencia incide sobre la defensa del término comunal: emergencias forestales, autorización a los vecinos para roturación, plantío y saca; y, aunque las ordenanzas de 1964 no lo especifiquen, apro- bación de los convenios faceros. Sus decisiones, consignadas en acta, valen por un ca- pítulo más de las dichas ordenanzas, cuando no se opongan a los acuerdos forales vigentes. Su intervención tradicional ha quedado mermada, en favor de la autoridad municipal ordinaria. Antaño, cada junta o bazarre general conmovía al valle entero. Se celebraba el tercer día de cada una de las «pascuas» y en la fiesta de San Miguel Arcángel. A ella in- cumbía autorizar todo acto que afectara a la familia, que era Baztán, o a su común patrimonio: desde la asistencia al juramento prestado por el representante de Zugarramurdi (se le exigía evitar la desforestación y malos usos en las concesiones baztanesas) hasta el nombramiento de procu- radores y diputados para la defensa de su infanzonía contra las pretensiones de la corona. Y sus acuerdos tenían fuerza de ley en todo el reino de Navarra. Cierto que no eran leyes como las de las cortes; pero los jueces y justicias obligaban o podían obligar a cumplirlos como pasados en cosa juzgada. Solían concurrir a esa junta o bazarre general, además del alcalde ordinario, los catorce jurados, otros tantos diputados, varios señores de palacios de cabo de armería y hasta mediado el siglo XVII, cuantos vecinos sintieran interés o curiosidad por las sesiones: un genuino concejo abierto. Pero con el avance demográfico había llegado a tanto la «tropelía de vozes», que en la junta general de 27 de diciembre de 1658 se acordó limitar a cien el número de concurrentes, que habrían de ser «de entre los más honrados y de mayor capacidad, experiencia y noticia». Y por el mismo auto acordado se invitaba a los palacianos del valle a tomar parte en las cuatro juntas generales de cada año, fueran o no del número de los cien; y que pro- cedieran con la misma libertad que en el pasado. No era esta, invitación de simple cortesía a sus gentileshombres. Con las discusiones sobre preceder o no a los simples jurados, habían optado por no participar en el concejo abierto. No bastó aquella limitación de candidatos concejiles para alcanzar una elemental sofrosine. En la sesión de 18 de abril de 1683, «tercero día de Resurrección», armóse tal trifulca y desentono, que se determinó reducir a cincuenta su número, «sin embargo de la libertad concedida por las Ordenanzas (de 1603) a todos los de la Valle, pare acudir a dichas Juntas Generales». En tal guisa se podría «mexor acordar, resolber y determinar todos los casos y negocios, así en lo militar, como en lo político». Y, contra la adver- tencia del fiscal del consejo real, que manifiesta ha de elegirse igual número de representantes por cada lugar, se ratifica la junta general, por juzgarlo de su incumbencia, en que Errazu, Arizcun, Elizondo e Irurita habían de nombrar a cada cuatro delegados; Aniz, uno; Azpilcueta, Elvetea, Garzáin, Lecároz, Ciga, Berroeta, Almándoz, Arráyoz y Oro- noz, dos, en proporción a su respectivo poblamento (sesión de

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