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pansionistas del rey de Castilla No podía desatender el piadoso Fernando !ll los apremios de Gregorio IX para que dejaran en paz a Teobaldo realizar su voto de cruzada. Con tales garantías pudo encaminarse hacia Bayona, para o y conducir los aprestos necesarios a la expe- ción, CRUZADO POR SANTA MARIA Teobaldo, caballero amador de toda gentileza, lírico emocional, refinado en los rasos y oro de su atuendo, culto en su fervor humanístico y más palaciego que pa- latino en su porte, no parecía, aunque se le admirara como jinete, héroe de bélicas empresas. Se elogia su bravura en el sitio de la Rochela, que el fin hubo de ren- dirse a las armas de Luis VIll (3 de agosto de 1224); pero parece desmentirla en el cerco de Avignon y en todos sus enfrentamientos con los barones franceses y con el propio monarca, Siempre halló razón oportuna para evitar el choque armado, Fortificaba sus castillos y ciuda- des, equipaba a sus mesnaderos y terminaba por solucio- nar sus conflictos por intervención de la Santa Sede o mediante rendido homenaje a Blanca de Castilla o a Luis IX, su señor, ¿De dónde le habría nacido aquella ga- llardía de cruzado? ¿Tradición familiar? ¿Gratitud al sobe- rano pontífice, que desde 1229 venía clamando contra el pacto sarraceno de Federico ll? ¿Cálculo político por el cobijo que a su persona y a sus dominios brindaba la sombra de la cruz? No menos de doce bulas había cur- sado Gregorio IX a los monarcas de Francia, de Castilla y de Aragón, a diversos obispos y arzobispos, a la ciudad de Marsella, a los maestres de las órdenes militares, para la puesta en marcha de la cruzada de Teobaldo. Mientras se va perfilando la expedición y se inscriben los nobles y caballeros, se reclutan los soldados, se ges- tiona el nombramiento de un legado pontificio y se hacen los pertrechos, Teobaldo dispone y ofrece un terrible sa- crificio expiatorio. Para aquellas gentes, que tenían por sodomitas a los herejes de Champagne, ¿qué mejor holo- causto a la divinidad que un solemne auto de fe con la inmolación consiguiente de los recalcitrantes? Y en Mont- Aimé, el dominico Roberto, gran inquisidor, constituyó un tribunal que oyó las delaciones y el testimonio de 183 hombres y mujeres. Parece hoy inadmisible que teólogos formados en la Sorbona dieran crédito a confesiones es- pontáneas como la de aquella mujer que manifestó lo si- guiente: que en la noche del viernes santo la transportó el demonio desde Champagne a Milán para que cocinara la cena a otros herejes como ella; y que durante su au- sencia, había tomado el diablo su misma figura femenina y reemplazándole en el lecho conyugal. Todas las 183 víc- timas, convictas y confesas, fueron relajadas al brazo se- cular y quemadas en la plaza pública el 13 de mayo de 1239. Y Teobaldo, que en 1226 había escrito una sátira contra las guerras albigenses y mandado a la sacristía a los clérigos que las predicaban (serventesio «Diex est ensi, comme li pellicans») autorizó con su presencia aque- lla forma extraña de desagravio divino. Y, por paradójico Vs

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