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profesor Marco Dorta recoge en su Cartagena de Indias la anécdota siguiente: estaba Carlos lll tan extrañado por los costos de las obras de Cartagena que, al asomarse al bal- cón de palacio, oteaba el horizonte con cierto humor pater- nal, por si aquellos castillos y fortines tocaban ya el cielo con sus almenas. Huelga repetir que el abastecimiento de la plaza conti- nuaba preocupando al virrey, que ya no podía atender a la tropa y vecinos con menos de 800 cargas de harina floreada. Desde Santa Marta, y una vez que se retiraron las dos fra- gatas inglesas apostadas en Bocachica con ánimo corsario, pudo enviar su gobernador, Juan de Vera, cargas de harina, algo de aceite y vino, cien jamones, otros tantos quesos, y varias fanegas de sal, mercadas en las islas antillanas; y de tierra adentro, como las lluvias inclementes habían dañado montoneras y trigo sin segar, la real audiencia co- misionó al oficial real Ignacio de Mesa para que de los graneros eclesiásticos de Tunja y Leiva, los más abundan- tes, fuera cargando cereal. Mesa acudió al arzobispo, Diego Fermín de Vergara, el cual, en circular de 17 de enero de 1742, intimó, so pena de excomunión, a curas y vicarios, pusieran a demanda del comisionado cuantas reservas de trigo y harina y cuantas mulas tuviesen en su poder, al pre- cio corriente de mercado y flete. (Groot, Il, 47). Virrey, real audiencia, arzobispo y cabildos seculares y catedrales tuvieron que aunar sus empeños para hacer fren- te a una doble catástrofe meteorológica y sísmica del año 1743. El hambre iba devorando muchas víctimas por una pertinaz sequía; y en varias ciudades y villas, como Santa Fe, Antioquia y Popayán, se desplomaron o se cuartearon templos, conventos y viviendas privadas por el terremoto del 18 de octubre. Como primeras medidas, las tradiciona- les: reparto de víveres y congelación de precios, hasta don- de fuera posible. Cuando el procurador de la ciudad de San- ta Fe se había quejado al virrey (julio de 1741), por los 3 reales la arroba de carne en que se remató el contrato con los licitadores Juan Ignacio Millar y Francisco Tordesillas, respondió Eslava: que si ellos encontraban proveedor en me- jores condiciones, santo y bueno. Pero en las varias subas- tas que se venían celebrando fueron los citados los únicos en presentarse. Peor fuera publicar nuevos pregones o de- jar en libre competencia, porque los precios no habían de mejorar ni estabilizarse. Además, que si el precio era ape- tecible, muchos ociosos saldrían de su holgazanería para ganarse el sustento digno, con la cría de ganado, Mas como tampoco le complacia lastimar al vecindario, facultó a los labradores, casas religiosas, hospitales y familias pobres o con muchos hijos a matar por su cuenta, «con prohibición expresa de expender fuera absolutamente nada», para evi- tar el comercio ilícito, so pena de quedar sujetos a la ta- blajería pública. Item más, si no obstante el remate hecho, se presentara otro postor «que hiziese una gran revaxa en beneficio del Pueblo», se procederá con mucha reflexión en admitir su postura, habida cuenta de los derechos adquiri- dos y de la preferencia de tanteo. Según práctica igualmente inmemorial, tampoco faltaron los especuladores, aunque no puedo asegurar si desde el momento mismo en que se dictaron las normas coercitivas. El arzobispo Vargas murió en 1744, Rigió la archidiócesis, sede vacante, el arcediano doctor don Nicolás Javier Bara- sorda Larrazábal. A él se querelló el abastecedor de carne y velas, Francisco Quevedo, porque eclesiásticos y secula- res al amparo de su fuero, compraban partidas de ganado io Ha

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