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de el reducto a la puerta de la media luna; restauró la muralla de la plaza de las ballestas; rehizo los tendales, ce- rró los boquetes y construyó nuevas escarpas en la pendien- te del castillo de San Lázaro. Un testigo presencial, el teniente coronel e ingeniero, D. Juan Toribio de Herrera y Leiva, pondera la actividad del virrey: «No perdonaba diligencia, fatiga ni esmero que no ejerciese, entendiendo no sólo en la defensa de las for- talezas y navíos que estaban en Bocachica, si no es que por sí mismo reconocía todos los puestos de dentro y fuera de la plaza, dando las órdenes más acertadas, prontas y preventivas..., de suerte que por ello y su celo efectivo con que proveyó de víveres, municiones y milicias, se logró el glorioso triunfo», Sea por competencia técnica con Blas de Lezo (el uno era soldado de tierra y el otro hombre de mar), sea por divergencia en la interpretación de los planes enemigos (mientras que Eslava daba por más probable un ataque a Veracruz y La Habana, Lezo se inclinaba por el asalto a Cartagena, como más inmediato), hubo entre uno y otro jefe ciertos piques, reflejados en la carta del ilustre ma- rino al marqués de Villadarias: nada tenía que aprender D. Blas de Lezo del virrey Eslava, «ni en la última expe- dición ni en todo lo que ha executado desde su llegada a este puerto». Oportunamente despachó el primer mandatario al inge- niero Juan de Sobreville, al que reemplazó por fallecimiento don Luis de Lazzara, para poner en defensa la ciudad de Panamá, contra la cual se estrellaron los intentos de Vernon, empeñado en estrechar sobre el istmo la mano del comodoro Jorge Anson. Llegó entre tanto el retuerzo naval que con tanto ahínco había solicitado don Blas de Lezo: una formación de 11 navíos de guerra con sus transportes de tropa y municiones, a las órdenes del teniente general don Rodrigo de Torres. Opinaba el ilustre marino guipuzcoano que con la escua- dra francesa del marqués d'Antin, surta en Leogane, podía hacerse frente sin temor a los rivales británicos. En esta ocasión, como en todos los grandes conflictos internacionales, desde los llamados austrias menores, con- tinuaba siendo tara endémica, por paradójico que se supon- ga, la presupuestaria. Eslava hubo de recurrir al virrey del Perú en súplica de fuertes sumas de dinero; y a la real audiencia de Santa Fe, para que negociasen un empréstito entre las personas pu- dientes del virreinato neogranadino. Cometeríamos injusti- cia si negáramos a sus gentes rendido patriotismo (tan es- pañol como americano hasta aquella década por lo menos) o espíritu de lucha o generosidad ante las exigencias del bien común. De ahí el enigma que plantea el proceder de la ciudad de Vélez contra su corregidor y justicia mayor, don Juan Bautista de Machimbarrena, cuando en obedeci- miento de la real audiencia santafereña trató de recaudar los llamados préstamos voluntarios. A las otras ciudades, villas y lugares de su jurisdicción había cursado el corregi- dor las órdenes recibidas incorporadas a otras tantas car- tas circulares, en que se especificaba el monto de contri- bución voluntaria. En Vélez prefirió hacerlo personalmente, no por otra razón, sino por la visita obligada que tenía que girar como gaje de su empleo. Citó al cabildo o ayuntamiento y a los contribuyentes para el día 9 de agosto de 1740. Su intento quedó frustrado por ausencia, sin haberse excusado, del alférez real Alvaro ino Dias

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