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y libertad para sus otros compatriotas encarcelados en las mazmorras de Cartagena. Respondió el invicto marino que si hubiera llegado Ver- non «a insultar las plazas del Rey, mi Amo, puedo asegurar a V.E. que me huviera hallado en Portovelo para impedír- selo... persuadiéndome que el ánimo que faltó a los de Por- tovelo me huviera sobrado para contener su cobardía». «La manera con que dice V. E. que ha tratado a sus ene- migos, es muy propia de la generosidad de V. E.; pero rara vez experimentada en los general de la Nación; y sin duda la que aora V. E. ha practicado sería imitado a lo que yo e executado con los vasallos de Su Magestad Britanica en todo tiempo y de que V. E. es sabedor... Y lo que yo e exe- cutado en beneficio de la Nacion Ynglesa excede a lo que V. E. por precisión y en virtud de Capitulaciones devía ob- servar». Aunque la acción de Portobelo careció de esplendor bé- lico, por falta de adversario, y de fructíferas ventajas por demasiado costosa en vidas de los asaltantes [comenzó a cebarse en ellos el vómito negro) se celebró en Londres con alboroto callejero y vítores parlamentarios y se acuñó, para la posteridad, doble serie de medallas en que se exal- taba la gesta inmarcesible del heroico Vernon. En una de ellas, el vicealmirante inglés, de pie, tiende su mano para recibir la espada que de rodillas le rinde don Blas de Lezo. Ni don Blas de Lezo estuvo en Portobelo ni rindió a nadie su espada, ni menos pudo arrodillarse con su pata de palo. La llamada «guerra de la oreja» había comenzado con los mejores auspicios para los filibusteros británicos. Se dio ese nombre, entre bufo y trágico, de «guerra de la oreja», porque, según se dijo, la oreja seccionada del ca- pitán corsario Jenkins había obrado de fulminante en su es- tallido. Antes de dejar en libertad al corsario Jenkins, el co- mandante del buque español Isabel le había hecho cortar una oreja. Y con ella en la mano, como baldón no como triunfo, se había presentado en el parlamento ante el pueblo de es- caños y galerías. Qué repugnante demagogo inventó la es- pecie, nadie se cuidó de averiguar. Ello es que, según refie- re Walpole en sus Memorias, Jenkins murió con las orejas puestas. Lord Elton comenta: «La grotesca leyenda de la ore- ja perdida por el capitán Jenkins llegó a convertirse en sím- bolo de la resolución nacional de derribar las barreras co- merciales que por tanto tiempo le habían exasperado. La guerra se hizo inevitable. Era una guerra en la que se ven- tilaba un botín comercial, más que una reparación de los males sufridos por los marinos ingleses». Duró esta guerra, que con criterio dinástico suele de- nominarse «Guerra de Sucesión Austriaca», desde 1739 a 1748, fechas límite, con diferencia de meses, del mandato virreinal de Eslava. DON SEBASTIAN DE ESLAVA EN CARTAGENA DE INDIAS El 21 de abril de 1740 anclaban los navíos de guerra, San Luis, buque insignia, y San Carlos, en el «placer del castillo de San Luis de Bocachica». En la travesía de Cádiz a Cartagena habían perecido 154 hombres de los 660 de dotación; y no por acoso de naves enemigas, sino por culpa sti Win

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