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Entre los candidatos «de experiencia, de acreditada con- y conocido desinterés», que presentaron los conseje- ros de Indias para el cargo, figuraban, con su hoja de ser- vicios, cuatro mariscales y un consejero de estado: el duque de los Abruzos, don Sebastián de Eslava, don Francisco Gúemes de Horcasitas y el marqués de Torre Mayor, entre los mariscales; y don José de Carvajal, futuro ministro de marina, único candidato civil. Pareció a Felipe V que don Sebastián de Eslava era el genio providencial en aquella coyuntura, que no sólo exigía juicio y discreción, sino iniciativa y capacidad para improvi- sar normas de gobierno por su misma novedad, Confirióle previamente el grado de teniente general (5 de mayo de 1739), con el señorío de Eguillor; y por su real cédula de 20 de agosto de 1739 restauró el virreinato del Nuevo Reino de Granada, que dejó encomendado al «Teniente General don Sebastián de Eslava, caballero de la orden de Santiago (a. 1716), y teniente de ayo del infante don Felipe, mi muy caro y amado hijo», con los cargos de virrey, gobernador y capitán general de aquel territorio y el de presidente de su real audiencia en Santa Fe. Si largas meditaciones y pausadas consultas había de- dicado S. M, al restablecimiento del virreinato neogranadino y al nombramiento de su primer mandatario, análogos signos de serena tranquilidad dieron uno y otro, monarca y su virrey, en los preparativos de la expedición. Felipe V pro- curó dar especial resonancia a la nueva institución virreinal; y don Sebastián de Eslava trató de conseguir poderes tan soberanos que pudiera por sí mismo, sin necesidad de re- currir al consejo de Indias, sino por vía de informe, imponer sus Órdenes y decretos a los diversos funcionarios, singular- mente a los togados, que, por creerse inamovibles, obraban muy a capricho, «provocando la ruina de muchos inocentes, celosos del servicio de su Magestad» (Seb. Eslava). En no menos de 50 reales cédulas se fue respondiendo a la solicitud de Eslava, al cual se invistió de facultades y poderes extraordinarios, se le autorizó a desembarcar en el lugar de Tierra Firme que mejor le acomodase, a ejercer actos de mando aun antes de haber tomado posesión de su cargo y a disponer de todos los caudales de real hacienda exigibles en el virreinato de Santa Fe (nota ministerial de 6 de diciembre de 1739), en defensa de dicho territorio; por- que Gran Bretaña nos había declarado la guerra en nota cancilleresca de 23 de octubre. Item más, se le entregó un grueso pliego de instrucciones, con más de 80 artículos. Y se le impuso la obligación, que se le reiteró en distintas ocasiones, de permanecer en Cartagena, para atender a los azares de la defensa; y no en la capital, Santa Fe, asentada tierra adentro, a muchas leguas de la costa. Se dispuso la partida, desde Cádiz, para los primeros me- ses del año siguiente, 1740. Le había precedido en la ruta de Cartagena un marino ilustre, que hasta podría blasonar, haciendo el juego a su nombre, de burlador de la muerte: don Blas de Lezo y Olavarrieta, natural de Pasajes de Gui- púzcoa. Caminaba con pata de palo, porque una bala de ca- ñón le había arrancado la pierna izquierda en el combate de Vélez Málaga (24 de agosto de 1704) contra la escuadra anglo holandesa del almirante Rooke; miraba como Polifemo, con un solo ojo fulgurante, porque el otro, el izquierdo, lo había perdido por culpa de un vil fragmento de metralla en la victoriosa defensa del puerto de Tolón, contra el duque de Saboya (1707); y con una misma mano, la izquierda, em- puñaba alternativamente la espada, el bastón de mando o la ei Ain

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