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noz, conde de Montemar. A sus órdenes volvió a militar don Sebastián con el regimiento de Castilla que él a reorganizado, en la ruda batalla de Bitonto (1734), quee guró la corona napolitana en el primogénito de |! | de nesio, el futuro Carlos lll de España. Estos conflictos repercutieron en la política de privilegios. «El contrabando —escribe Muret— fue cada vez más el principal negocio de la city de Londres, de Liverpool, de Bristol y de los colonos de Jamaica y de Nueva Inglaterra. Al atacarlo, España se fue creando un enemigo mucho más acérrimo e intransigente que los ministros de Jorge !l: el propio pueblo británico». Menudearon las reclamaciones entre la South Sea Com- pany y Felipe V, empresario de ella (como el monarca in- glés) por la cuarta parte de los beneficios; durante los pe- ríodos de guerra, se le confiscaban todos los bienes que tuviese en España o en los puertos españoles de América y se expulsaba a todos los comerciantes ingleses, muchos de ellos afincados en Cádiz. Se calculan en 200.000 libras ester- linas las pérdidas de dicha compañía hasta el tratado de paz de 1721, Como sus accionistas procuraban resarcirse con un comercio clandestino más intenso, Felipe V mandó registrar las naves y cargamentos en puertos de su jurisdicción y fuera de ellos; con lo que provocó la indignación irrefrenable de más de un lord que temió por su arca de doblones. Se supone que, mientras duró el privilegio de Utrecht, las naves españolas armadas en corso apresaron más de 400 embarcaciones inglesas con mercancía de contrabando. El interlope o comercio ilícito con las colonias españolas fue durante el siglo XVIl obra de bucaneros y filibusteros; pero durante el siglo XVIll se organizó desde Gran Bretaña tan burocráticamente que, en frase de Muret, puede consi- derarse empresa nacional por excelencia. Y cuando España lograba enfrenar un tanto aquel descomunal abuso, merced sobre todo a la acertada política de Patiño en hacienda y en marina, alzáronse voces airadas contra las que se calificaron de represalias arbitrarias; y los jefes del country party cla- maron por la adopción de medidas que salvaran el honor nacional, a costa del desarme español. El primer ministro, Walpole, trató de dar a entender al pueblo británico que no era decoroso provocar una guerra por defender las ven- tajas de un comercio ilegal, Y hasta logró mantener la paz de las armas con su ofensiva dialéctica (Convención de El Pardo, 14 de enero de 1739). Vana ilusión. La campaña ingle- sa contra España, originada en los centros mercantiles de Londres y de Bristol, y respaldada por los de Liverpool, Manchester y Glasgow, se había mitificado en un patriotismo agresivo que clamaba por el ataque a sangre y fuego. Como toque de atención, el ministro Newcastle mandó al almirante Haddock fondear su escuadra frente a las costas meridionales de la península. Felipe V protestó de aquella provocación, que podía degenerar en un casus belli. La fac- ción de Newcastle parecía empeñada en suscitarlo. Exigieron, mediante el embajador Keene, que España renunciara a su derecho de visita de las embarcaciones inglesas surtas en aguas sudamericanas; replicó en Londres nuestro embajador Fitzgerald (Giraldino) que mientras la escuadra de Haddock permaneciera frente a Gibraltar, el monarca español no re- nunciaría a su legítimo derecho; reclamaron de Felipe V, según la convención de El Pardo, la entrega de 95.000 libras en concepto de daños y perjuicios a los mercantes ingleses; repuso S. M. que no se pagaría un maravedí en tanto que la South Sea Company no le hubiera satisfecho las 68.000

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