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LA AVENTURA QUIJOTESCA DE TOULON «Gloria y lauro al valiente Mendinueta, que sostuvo hasta el fin, en San Antonio el Grande, el honor de nuestras armas, en la terrible noche del 7 de diciembre, rechazó al enemigo y él mismo dio refugio al comandante inglés, que, sorprendido en la Masca, derrotado y fugitivo, fue a am- pararse en aquel punto». Con elogio tan encendido del teniente general don Pedro Mendinueta y Múzquiz, evocaba en sus Memorias el deste- rrado Godoy por los años de 1830 la gesta heroica que, en los días de su valimiento, habían realizado quijotes del ejército y de la armada española. Cuando Robespierre «restauraba» en Francia la salud pública a ritmo de guillotina y Collot y Fouché salpicaban de carne humana las calles de Lyon a disparos de mortero, realistas de Marsella y de Toulouse y anticonvencionales del puerto de Toulon, apelaban angustiados a las monarquías de Inglaterra y de España para artillarse contra el embate revolucionario. Acudió en su ayuda el almirante Hood; pero no quiso adentrarse en el puerto hasta la llegada de los navíos es- pañoles que, integrados por 16 barcos de línea, 5 fragatas y varios bergantines, fondeaban en la rada de Toulon el 28 de agosto de 1793. Mandaban aquella formación el te- niente general Juan Lángara y Huarte y el jefe de escuadra Federico Gravina. Procedía el primero de la costa rosello- nesa, desde donde había apoyado la fulgurante campaña del general Ricardos contra la Convención; Gravina se ha- bía desplazado desde las aguas gibraltareñas, en donde por aquellos mismos días montaba guardia con sus cuatro navíos. Al mando de don Pedro Mendinueta y Múzquiz, y por orden del general Ricardos, habían embarcado en las naves de Lángara cuatro batallones de infantería, bien fogueados en tierra rosellonesa. Con los dos regimientos ingleses, los 4.000 soldados napolitanos y el batallón sardo, sumaban las fuerzas de socorro 16.000 hombres. Desembarcaron el 29 de agosto y ocuparon algunos altos y fortines, desde donde se dominaba la ciudad de Toulon y su dársena. Los comisarios Barras y Fréron, del grupo sanguinario de la «Montaña», estaban ya a las puertas. Y con ellos, un joven oficial de artillería, sin relieve hasta el momento, Napoleón Bonaparte. Mientras las milicias de la Conven- ción avanzaban a la conquista y exterminio de la ciudad rebelde, los toloneses se escindían entre los partidarios del viejo absolutismo y los defensores de una monarquía moderada, cuya regencia debería ofrecerse al conde de Provenza. El almirante Hood, al que sólo interesaba alejar co

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