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la palaciega en la Villa y Corte. ¿Se pronunció por Fernan- do VIl cuando los sucesos de Aranjuez? Hasta el momento solamente hemos logrado sorpren- der una firma suya al pie de un solemne documento en aquellos años de indiscriminación política. El documento está fechado en Madrid, el 3 de junio de 1808, al mes exac- to de los fusilamientos de la Moncloa. Azanza y O'Farril escribieron al frente de su '«Memoria» justificativa: «Uno de los síntomas más funestos con que se presentó desde sus principios la revolución de España (o guerra de la In- dependencia) y que hizo formar, generalmente, el más tris- te pronóstico del éxito que podía tener la resistencia al inmenso poder de que se halló invadida, fue el haberse he- cho sospechosas en la nación todas las reputaciones... y puede asegurarse que durante los seis años de la guerra, los más se han quedado y mantenido con un concepto más o menos dudoso». El desconcierto es innegable, desde el monarca al pue- blo llano, Los grandes palaciegos, la aristocracia de primer rango. sé ha ido plegando, con sus reyes, a la voluntad de Napo!eón Bonaparte en el secuestro de Bayona. En Madrid queda úna junta de gobierno, nombrada por Fernando VII, paralítica en su legalismo, por tener condicionada su actua- ción a las órdenes que le fueran llegando desde ultrapuer- tos; pero esas Órdenes no llegan, porque sus comisionados son apresados por los retenes del ejército francés que ha ocupado, entre otras plazas, las de Madrid, Barcelona, San Sebastián y Pamplona. Hay un grupo de afrancesados a los que importan más las reformas revolucionarias que el linaje dinástico; hay unos cuantos arribistas, que se acuestan al sol que más ca- lienta; y quedan muchos, entre la alta aristocracia y las supremas jerarquías del ejército y de la armada (matanza de los capitanes generales) que aceptan el hecho consu- mado de la ocupación del solar patrio por las tropas napo- leónicas, como un mal menor al de la resistencia anárqui- ca y desarticulada. No son colaboracionistas del francés por intereses creados, sino auténticos patriotas que prefieren esperar el momento oportuno. De ellos es el teniente ge- neral don Pedro Mendinueta, que firma uno de los dos mani- fiestos de la junta de gobierno; que no se pone al frente de ninguna partida guerrillera; pero que tampoco es asesi- nado por el pueblo, como otros militares de su gradua- ción; y que, además, tampoco tendrá que exiliarse con la turba selecta de los afrancesados. El citado manifiesto, según la inserción que hicieron Azanza y O'Farril, proclama: «Españoles, la Junta suprema de Gobierno, compuesta en el día de los primeros magis- trados de la nación, os habla para desvanecer los errores que la malignidad y la ignorancia se esfuerzan a acreditar y propagar entre vosotros: errores funestos que podrían acarrear incalculables daños, si la suprema autoridad no se apresurase a destruirlos en su origen; y espera que los que en todos los tiempos y en todas ocasiones han oído con docilidad la voz de sus magistrados, no manifestarán menos sumisión cuando se trate de que o aseguren para siempre su felicidad, uniéndose con las primeras autorida- des del Estado, o de que ellos mismos labren la ruina de la patria, entregándose a las agitaciones en que quieren precipitarlos los eternos enemigos de la prosperidad y glo- ria de la nación española». Firman, con los exministros Gonzalo O'Farrill, el marqués Caballero y don Sebastián Piñuela, el célebre marino don ls

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