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la ley a los dueños de haciendas y éstos se vean precisa- dos a hacer partícipes de sus ganancias a los brazos que les ayudan a adquirirlas», Y, ¿qué hacer entre tanto? «Compadecer la suerte de los pobres, cualquiera que sea la causa por que lo son; y la religión ha venido a su socorro por medio de la caridad». De ahí su vigilancia personal por el buen funcionamiento de los hospicios o casas de misericordia. Dos había en San- ta Fe, que albergaron, entre los años 1796-1800, a 94 hom- bres, a 127 mujeres y a 37 niños expósitos. Sus rentas mon- taban por año 8.781 pesos, de los que deducidos los gastos del servicio y los intereses que se debían al Montepío, que- daban netos 7.331 pesos y 4 y 1/2 reales, que no alcanzaban a cubrir lo más perentorio. Por eso procuró Mendinueta el establecimiento de talleres de lana y de algodón, a fin de que los alojados pudieran cubrir sus carnes con el tejido de sus manos y suplir el presupuesto de gastos con la venta del género restante, Mejor atendidos parece estuvieron los conventos hospita- les, merced a ciertas fincas rústicas y urbanas, que se ex- plotaban directamente o en régimen de arrendamiento; a ciertos empréstitos a censo redimibles; y a diversas dona- ciones, causas pías y diezmos. Pero no estaba conforme di- cho virrey con que los religiosos administrasen esas rentas: primero, porque impedían la plena entrega de los frailes hospitalarios a sus enfermos; segundo, por su ineptitud ad- ministrativa, «exceptuando a los regulares de la extinguida compañía de Jesús, únicos que por medio de una sabia eco- nomía conservaron y aumentaron sus temporalidades. Todas las demás religiones han perdido cuanto han podido adqui- rir, que ha sido mucho». Y tercero, porque por tratarse de bienes públicos se requería una mayor intervención guber- nativa. En caso de quiebra o de fraude, la acción contra cualquier administrador eclesiástico «sería inútil y nugatoria en sus efectos y la pérdida inevitable». Por eso recomienda a su sucesor que arranque dichas rentas de las manos muer- tas y las ponga en otras no privilegiadas, sujetas a una ins- pección frecuente y exacta del gobierno. PESTE VARIOLICA La viruela entró en América con los negros. Enfermedad endémica que, desde el siglo XVI, venía cebándose, intermi- tente, en blancos, pardos y cobrizos. Apenas se conocía otra profilaxis que la del aislamiento, difícil de conseguirse entre la población india, habituada a vivir y bañarse hacinados. El contagio de 1702 había causado, solamente en Santa Fe, unas 7.000 defunciones. Cuando al término de ese siglo XVIII, reapareció en Nueva Granada aquel espectro letal, recurrió el virrey Mendinueta no a ensalmos y conjuros, sino a los remedios terapéuticos creados por la experiencia y una cien- cia en fárfara. Le llegaron de España unos preparados de vacunación, pe- ro ya desvirtuados; pidió a Filadelfia y tampoco fueron efi- caces. Cuando proyectaba enviar a Jamaica varios mucha- chos de Cartagena, para que, vacunados allí, pudiera em- prenderse en Nueva Granada la inoculación preventiva, la viruela había ya comenzado sus estragos en Popayán (1801). ci PS ai

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