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ducto, de igual manera que la del cacao y demás bienes agropecuarios. Aún estaba su solicitud en tramitación cuando le llegó la hora de resignar el mando. Reiteradamente abogó por la supresión de las aduanas in- teriores tan nefastas, y por la total libertad comercial de los frutos de la tierra. «Este reino no tiene fábricas con que dar ocupación y subsistencia a la población... Sólo pueden ser mineros o agricultores, ramos que pueden ser capaces, que son capaces, de grandes adelantamientos». Por las tasas fiscales se había fomentado un activo co- mercio clandestino con las colonias extranjeras. «Ezpeleta parece que apuró su celo y providencias para evitar el con- trabando sin poder conseguirlo». Y a Mendinueta le llamaron la atención sobre el particular, por real orden de 8 de agosto de 1801, debido a que ciertos informadores (oidores de la real audiencia) habían denunciado al consejo de Indias un acrecentamiento del tráfico ilegal fronterizo. Fenómeno nor- mal en aquellas circunstancias, de guerra rota con Inglate- rra, corsarios y piratas, puertos bloqueados por el enemigo y suspensión, o mengua al menos, del comercio con la me- trópoli. Y aquellas gentes, acostumbradas al consumo de los géneros, efectos y caldos de Europa, buscaban la forma más expeditiva de procurárselos a cambio de metales. pre- ciosos y de productos vegetales como el algodón, el añil, el cacao y la quina. «Los contrabandistas, siempre ingenio- sos y atrevidos (Mendinueta es baztanés), fingían registros lo permisos) y recurrían a todos los arbitrios que suscita el interés de unas negociaciones lucrativas». Tal arte se daban en contrahacer autorizaciones, guías y tornaguías, que apenas si por casualidad se llegaba a sorprender el engaño y la falsificación de registros o permisos de impor- tación. Por otra parte, lo dilatado y despoblado de las cos- tas, «con abundantes surgideros» o calas, el corto número de navíos de vigilancia, apenas provistos de lo necesario para navegar, «y la decidida protección de los extranjeros al comercio ilícito... hicieron y harán siempre inútiles las providencias mejor meditadas». Ni las contraseñas de regis- tros, imaginadas por Mendinueta, bastaron a cortar el fraude, salvo en alguna ocasión. No podía reducirse el virrey a la represión del comercio ilegal, cuando tan inexcusable se hacía abastecer convenien- temente el mercado interior. Gestionó y obtuvo que S. M., por real orden de 18 de noviembre de 1797, autorizase el comercio con los puertos norteamericanos y con los de otras potencias neutrales, aplicándose a los efectos conducidos desde naciones extranjeras los mismos aranceles que si procedieran de la propia metrópoli. Lamenta Mendinueta que aquella concesión real se derogara por otra real orden, de 20 de abril de 1799, que pretendía cortar un abuso de fran- quicia en detrimento del estado español y de sus vasallos. Mendinueta, consecuente con su espíritu liberal, había in- terpretado el permiso regio del primer decreto en su sentido más amplio, es decir, lo había aplicado a toda clase de productos importados de naciones neutrales, fueran o no originarios de ellas. Todavía en 1803 se volverá a discutir sobre el alcance de aquella liberal autorización de 1797. La costa norte, guarnecida con la misma dotación de buques que en 1796, no podía librarse del comercio clandes- tino, tan eficazmente protegido por una nación tan superior en fuerzas navales como la inglesa. Otros empeños loables del virrey Mendinueta fueron la mejora en la explotación de un producto tan fundamental como el de la sal. Gozaban de merecida fama las salinas is DD va
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