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fiesta onomástica (30 de mayo) se esperaba que hiciese realidad la concertada amnistía, hizo promulgar un decreto de proscrip- ción perpetua contra algunos miles de españoles, por su adhe- sión al intruso. Con O'Farril y Azanza fueron condenados al pan del destierro Moratín, Meléndez Valdés, el marqués de San Adrián, el economista Muguiro, Alberto Lista, el abate Mar- chena ... Pese al rigor inapelable de aquella determinación real, como ni O'Farril ni Azanza tienen conciencia de haber traicio- nado a su rey ni a su pueblo, sino de haber servido a uno y otro con toda honradez e integridad, a tenor de las circunstancias, terminan su Memoria a Fernando el Deseado con un destello de esperanza en su real gracia. Pero el absolutismo de la camarilla, que con los días se iba cerrando en intransigencias, cargóles de desengaños con la fiera persecución de los liberales. Cuando los Cien Días, José Bonaparte había intentado atrarse a su antiguos colaboradores, con la promesa de nom- brarles senadores imperiales. A una voz le respondieron: «Sire, nosotros somos españoles y no más que españoles». Y cuando los liberales desterrados conspiraban con sus correligionarios peninsulares contra el absolutismo de Fer- nando Vil; y cuando otros de su misma laya emigraban a ultramar con el propósito de fomentar la insurrección de las provincias americanas, los servidores del rey intruso, los afran- cesados, españoles y fieles al borbón, supieron mantenerse al margen, por estimar aquellas maquinaciones engendro anties- pañol y antidinástico. Aunque no faltará quien imagine que por rivalidad incompatible de afrancesados y liberales. En 1820 regresa Miguel José de Azanza, con la amnistía constitucional; y ofrece sus servicios, sin aprensión alguna por sus 74 años de edad, para apaciguar en Nueva España los movimientos libertarios. Fernando VIl declina desdeñosamente gesto tan desinteresado. Las convulsiones políticas de los años 1821-1822 le deciden a solicitar de nuevo la hospitalidad fran- cesa. Y, con el pretexto de que su mujer, quebrantada de salud, necesitaba medicinarse en un balneario, repasó la frontera en agosto de 1822. AL MEJOR DE TODOS LOS MARIDOS A los cuatro años de su estancia en Burdeos (rue des Carmélites, n.* 9), un 20 de junio de 1826, terminó Miguel José de Azanza su vida azarosa, sin hacienda y sin honores, pero con honor y dignidad. Rindiéronle homenaje en el cortejo el pre- fecto de la Gironde, barón de Haussez; el teniente de alcalde de Burdeos, Mr. Lucadou; el marqués de San Adrián, grande de España; el cónsul de su majestad católica, y buen número de literatos, políticos, financieros y demás refugiados españoles. entre los cuales bien pudo hallarse don Francisco de Goya y Lucientes. Parece que no dejó por testamento otros bienes, que varios escritos políticos, valiosos según se dice por su agudeza anali- e y por su ardiente amor patrio. Continuan inéditos e ignora- OS. Se celebraron sus honras fúnebres en la iglesia de Notre Dame. Los restos mortales fueron inhumados en el cementerio de la Chartreuse. Su esposa le dedicó un relevante monumento funerario en piedra, de tres metros de altura: sobre el plinto, una columna coronada por capital prismático, con acroteras en los ángulos y relojes de arena sobre las cuatro caras; una urna por cimera. La base de la columna, ceñida por doble cinta borlada, que enlaza alternativamente coronas de laurel y hojas q.

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