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orgullo nacional; porque ni su fervor dinástico era tan fogoso ni sus ideas diferían un ápice de las de aquellos otros ilustrados. Masones hubo en la corte de José Bonaparte y masones entre los doceañistas. Si en la constitución de Bayona se res- petó el tribunal del santo oficio, en la de Cádiz se incorporó un decreto napoleónico, por el que se declaró abolido, como ig- nominia de la historia nacional. Y al husmeo de los trallazos bonapartistas, se votó en Cádiz la libertad de imprenta, emba- rrada con cochambre sectaria (La Abeja, El Zurriago, el Diccio- nario de B. Gallardo...), se suprimió el voto de Santiago y se declararon confiscados los bienes de las órdenes religiosas, extinguidas por los josefinistas. Más inexplicable es el proceder rabioso de Fernando VII, que con su conducta y con sus reales órdenes y despachos al consejo del reino y a la junta gubernativa había cursado la invitación para que buena parte de la aristocracia, del ejército y de los políticos se doblegara ante la farsa napoleónica del interés nacional. Pero aquel monarca fue un caso patológico. En sucesivos decretos de la JSCGR, inaugurados con el de 12 de abril de 1808, tras la victoria de Bailén, se van acentuando las medidas represivas contra los ministros, consejeros y pala- ciegos de José Bonaparte. Peligrosos fueron los procedimientos judiciales; pero más desastrosa la saña del pueblo, que se fue cebando en los colaboracionistas directos y en sus familiares y allegados. Hasta en la Gaceta de Madrid (27 de agosto de 1812) se clamó por la pública vindicta contra los partidarios del francés y sus allega- dos. Los que lograron cruzar la frontera con los restos del ejército napoleónico conocieron, por su inalterable fidelidad a las consignas recibidas, las penalidades inexcusables del emi- grado: expatriación, miseria y confinamiento. Una vez asenta- dos en el departamento de la Gironde, se asignó a caca refu- giado, como primer socorro de urgencia (julio de 1813), 15 sueldos diarios por persona. Se les prohibió desplazarse y tuvieron que soportar el hacinamiento. Al objeto de normalizar las distribuciones de subsidios, con cargo a los presupuestos generales, encargó el emperador al conde Otto informarse del duque de Santafé, a la sazón (octu- bre de 1813) en Montauban, sobre el número, calidad y necesi- dades perentorias de sus compatriotas exiliados. Más tarde buscaron las autoridades francesas oficio y em- pleo para los artesanos y trabajadores manuales y procuraron ajustar las subvenciones a la categoría social y urgencias de cada uno. Empeoró notablemente su situación al restaurarse la dinastía borbónica en Francia (5 de abril de 1814, abdicación de Napo- león en Luis XVIII): se redujo la asignación oficial y se les sujetó a una más estrecha vigilancia, como presuntos conspiradores bonapartistas. Lo cual no obsta para que O 'Farril y Azanza hayan de elogiar la generosa acogida del monarca francés a tantos españoles, emigrados no por devoción sino por temor. Con su manifiesto de 19 de febrero las cortes españolas habían hecho patente un odio vesánico y una irrestañable sed de venganza. Apenas hubo proscritos que no se apresuraran a rendir homenaje de obediencia y lealtad al reentronizado Fernando VII Respondió el monarca con el nombramiento del oidor Fausto Ibar Navarro para fiscal de los afrancesados. Ni los alegatos y justificaciones de Azanza y O Farril, ni los buenos oficios del embajador ruso Tatischeff, ni los atinados razonamientos del principe de Benevento ante el ministro pleni- potenciario (y plenicorto) Pedro Gómez Labrador, fueron parte a doblegar la rigidez fósil de Fernando VII. Cuando llegada su NN A e

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