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Arapiles. José, que ante la pasividad de los otros mariscales, había decidido acudir en su auxilio, tuvo que retroceder sin avistar al enemigo, al recibir la noticia del desastre. El 2 de agosto comenzó, al frente de unos diez mil afrance- sados, su éxodo angustiado hacia Valencia: travesía de tierra desertizada para los fugitivos, deserciones de soldados y servi- dumbre españoles, que se pasaban a las partidas guerrilleras o se ocultaban en los poblados; desolación y abandono. Valencia le tributó un recibimiento que puede calificar e de triunfal, y que se le antojó esperanza de contraofensiva y de reconquista con- tra el duque de Wellington. Reúne a varios de sus generales, considera reorganizadas sus huestes y emprende el regreso a Madrid. Pero la catástrofe napoleónica en las estepas, la mejor coordinación y combativi- dad de las armas angloespañolas y los asaltos audaces de los guerrilleros le obligan a repasar la frontera. El 17 de marzo de 1813 abandona la capital. El 27 de julio llega a San Juan de Luz. dispuesto a resignar su corona desde que se enteró que el emperador había nombrado al duque de Dalmacia, mariscal Soult, por su lugarteniente peninsular. Se calcula en unas 12.000 las familias que le acompañaron en su exilio. El 28 de noviembre Napoleón le confía planes secretísimos: ha determi- nado entregar el cetro al principe Fernando; porque, con tal de que se respeten las fronteras, nada le interesa del solar hispano. En aquel momento rebrotan en José Bonaparte, como tantas otras veces desde el juramento de Bayona, sus ambiciones dinásticas; y replica que por su honor y por la felicidad del pueblo español, que le ha prodigado fervorosos testimonios de afecto, no puede aceptar el destronamiento. Napoleón, desdeñoso como siempre con los josefismos, firma en Valencay el 11 de diciembre la renuncia al trono español, aunque no sin recabar de Fernando VII, por el artículo 9 del tratado, la reintegración, en sus bienes y en sus honores, de los españoles partidarios del intruso. José, ignorante de lo estipulado, y consciente de sus derechos, escribe a su hermano (29 de diciembre) que, en aras de la paz de Europa y del bien general de la humanidad, está dispuesto a parlamentar sobre aquella decisión imperial mediante su ministro de asuntos exte- riores, el duque de Santafé, que podrá entrevistarse con el ministro que designe el emperador. Responde Napoleón: «Ya no sois rey de España». Pero en reconocimiento de su lealtad le garantiza que él y su mujer continuarán con el título de reyes y los honores y cere- monial de los otros principes franceses (10 de julio 1814). ¡AY DE LOS COLABORACIONISTAS! Si el galo Breno hubiera encerrado bajo su casco de cuero unos siglos más de civilización, a buen seguro que el Vae victis! con que fijó su presencia en la historia, habría tomado esta otra forma expresiva; Ay de los colaboracionistas! Ni gesto tan pa- triótico y tan beneficioso para los franceses como el del maris- cal Pétain halló, no un eco de gratitud que la tenía merecida, sino el de una comprensión indulgente, entre sus conciudada- nos. Al colaboracionista se consideró en la mayor parte de los casos tan envilecido, que perdió ante sus verdugos hasta la calidad de hombre. Con él huelgan jueces y justicias. El pueblo llano de la Independencia odiaba a los afrancesa- dos españoles por el yugo y las extorsiones del invasor, contra el cual tantos compatriotas se estaban jugando la vida; y por su adhesión a un monarca intruso, que abolía la Inquisición y cerraba los conventos. Los liberales de Cádiz, simplemente por- o is Ye se

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