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gobierno interior. Azanza, antes de emprender el camino de París, había advertido al embajador francés, desde Jerez de la Frontera (26 de febrero), desde Málaga (8 de marzo) y desde Granada (17 de marzo) que era inadmisible el sistema de go- biernos militares por anárquico y opresivo; que se perdía la nación y peligraban las Américas. «Que se tuviera entendido que había costado no poco trabajo hacer comprehender a los pueblos que no se trataba de subyugarles a la Francia, sino de hacerlos independientes y dexarlos Españoles como eran». Por más prestigiar a su embajador extraordinario, José Bo- naparte nombró a Miguel José de Azanza duque de Santa Fe y le colgó el toisón de oro (Granada, 3 de abril de 1810). Se acogió al pretexto de felicitar al emperador por su enlace con María Luisa de Austria y lo encaminó hacia su comisión. Túvose por acertada la elección, pues que Azanza había sabido gran- jearse en Bayona el aprecio de Napoleón, que lo calificó como hombre de «genio suave y de indole conciliadora». Pero sin tapujos había ya declarado que estaba pronto a cualquier solu- ción, antes que ceder una pulgada de tierra española. El gobierno josefino replica a las arbitrariedades de Napo- león con la división de España en prefecturas (17 de abril) y la convocatoria de cortes (18 de abril 1810). Y en sus actuaciones posteriores fingen ignorar los gestos imperiales, como el de la nueva organización de España en 15 gobiernos militares (de- creto de 23 de abril). Entre tanto se esperaban con impaciencia quemante las primeras noticias de Azanza. Pero los guerrilleros se habían encargado de interceptar sus cartas, aunque no todas. Las más de ellas no estaban cifradas. Dedúcese de ellas el desdén con que le recibió la corte francesa. En sus pocas entrevistas con Napoleón ni pudo meter baza, porque fueron monólogos reite- rados sobre abastecimiento de las tropas francesas a costa de las tierras ocupadas y sobre la anexión irreversible de las pro- vincias cispirenaicas. La misma cantilena le suelta el ministro de asuntos exteriores, Mr. de Champagny, duque de Cadore, en pausadas y redichas discusiones. Replica Azanza que los ejér- citos franceses van esquilmando la nación con sus contribucio- nes ordinarias y extraordinarias, como las impuestas sobre Córdoba y Granada, que se habían entregado sin resistencia; y que el emperador tiene que cumplir su promesa de fuertes remesas de dinero a España con destino a sus ejércitos. Por lo demás, y aunque Cadore insista en que Napoleón exige la región del Ebro como pago por lo que «la Francia ha gastado y gastará en gente y dinero para la conquista de España», espera Azanza en la fortuna de los sucesos venideros (París, 20 de junio de 1810). En apoyo del duque de Santafé envió el rey José a su ministro de finanzas. el marqués de Almenara, suegro del ma- riscal de palacio, Gérard Duroc; y acrecentó su correspondencia con su mujer, la reina Julia, residente a la sazón en París, y con su hermano el emperador. Carta tras carta expone a Julia y a Napoleón las condiciones ineludibles de su permanencia en España: garantía de la integridad territorial de la nación, inde- pendencia política y sobordinación de los mandos militares franceses al suyo supremo. Parecía un ultimátum de carga explosiva; perose humedeció la pólvora al proponer al empera- dor que le mudase de trono; porque mostró entonces la hilaza de su ambición vanidosa. Azanza, antes de despedirse de París, expone al principe de Benevento su primer y único dictamen: la renuncia napoleónica a las provincias del Ebro y la libertad de acción para el rey José: la pacificación de España será flor de un día, si esto se cumple. aa O

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