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sia. Y el rey José, que durante la estancia de su hermano en Chamartin, había brujuleado entre el Pardo y la Florida, hizo su entrada, que puede considerarse triunfal, el 22 de enero de 1809, en la villa y corte. El 20 de febrero capitulaba Zaragoza. ¿Podia ponerse en duda el triunfo definitivo de las armas napoleónicas? «Era José Bonaparte de agraciado rostro, y no común ta- lento, instruido, cortés en el trato, elocuente y fácil en la pala- bra, atento, afable y de buenas costumbres. Estas prendas, unidas a una intención recta y justa, hubiéranle granjeado las simpatías de los españoles y quizá su voluntad, si no le hubieran hecho odioso por demás al pueblo su ilegitimidad y la manera alevosa e indigna como subió al trono» (Henao y Muñoz). No siente rebozo en escribir al emperador que si doce millones de españoles, bravos y exasperados, le odian a muerte, la conducta de las tropas napoleónicas no son como para ganarles la vo- luntad. Y concluye: «Nuestra gioria se hundirá en España» (Madrid, 24 de julio 1809). De sus decretos hubo algunos atinados, como los relativos a administración pública, hacienda y justicia; otros desafortuna- dos, como el de policía, por el abuso que se hizo de él contra los patriotas, y el de confiscación de bienes. En la abolición del tribunal de la Inquisición coincidió con las cortes de Cádiz y fue obra de Napoleón (Chamartin 4 de diciembre de 1808). Del mismo corso es el decreto por el que redujo a un tercio los conventos de España y por el que licenció a todos los novicios hasta tanto que la población monástica descendiera a un tercio de los religiosos existentes cuando la promulgación (4 diciem- bre). José Bonaparte garantizó con 200 ducados anuales la secu- larización de cuantos voluntariamente se desligaran de la obe- diencia a sus superiores (decreto de 27 de abril de 1809) y completó su obra con la supresión de «todas las órdenes regu- lares, monacales, mendicantes y clericales, cuyos miembros debían abandonar sus casas religiosas en término de 15 días y vestir hábitos clericales seculares» (decreto de 18 de agosto de 1809). Y en estas reales resoluciones tuvo su parte directa Miguel José de Azanza, como ministro de negocios eclesiásti- cos, cartera que desempeñaba con la de Indias. A fuer de hijo de la Ilustración, tal vez recibió Azanza como fuerzas liberadoras las que invadieron el solar patrio; pero ni razones políticas (apoyo de los conventos a los guerrilleros) ni financieras (paga de aquel ejército para aminorar sus depreda- ciones) son parte a justificar su intervención en tales decretos. No los guerrilleros, porque estaban por organizar sus partidas; tampoco los atropellos, porque no hay fin que justifique un inicuo despojo. Las logias masónicas, que el conde de Toreno, miembro activo de una de ellas, define como simples institucio- nes de beneficencia, actuaron en las decisiones de José Bona- parte, con más descaro que lo hicieran con Grimaldi, Aranda y Godoy. Azanza, como tantos intelectuales, políticos y militares ¡ilustres de su tiempo, se afilió a las sociedades secretas y hasta se asegura que llegó a ser gran comendador del Consejo Su- premo de Santa Julia, a la que se dio ese nombre en homenaje a la mujer del intruso. ACTIVIDAD DIPLOMATICA Firmada la paz de Viena (14 de octubre de 1809), anunció Napoleón su regreso a España, con el fin de poner término en jornadas fulgurantes a la guerra peninsular. Ministros y conse- ca Dc
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