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Castro, se habían recibido fuera de sazón, cuando, a petición-de los monarcas dimisionarios, las fuerzas vivas de la Iglesia, de la política y de las finanzas habían prestado obediencia forzosa al nuevo jerarca, en su lugarteniente. El levantamiento de las primeras partidas de guerrilleros, que anunciaban la más ruinosa anarquía, «fue un nuevo motivo para que la gente más sensata se inclinase a abrazar un go- bierno capaz de comprimir con su fuerza al pueblo... Por des- contado dimos pruebas bien claras de que nuestro proceder no era guiado por la menor inclinación o apego que tuviésemos al gobierno francés (O'Farril y Azanza, Memoria). A una pregunta falazmente diplomática del emperador res- pondieron el real consejo, la junta suprema de gobierno y la villa de Madrid que, sin que significase aprobación de lo fra- guado en Bayona, ni menos lesión de los derechos del rey Carlos y de su hijo y sucesores, proponían por rey al que lo era de Nápoles, José Bonaparte. Cualquier oposición a las «insinuaciones» del duque de Berg, que dictaba con imperio sus providencias, habría sido inútil y nefasta. AZANZA EN BAYONA Por una orden de Napoleón, comunicada mediante el gene- ral J. Murat, salió de Madrid Miguel José Azanza el 23 de mayo, con objeto de informar al emperador sobre el estado de la real hacienda de España. La intención imperial era patente: esquil- mar a la nación española hasta el límite de sus posibilidades, para abastecimiento del ejército invasor. En ruta fue preparando el informe, con el auxilio de sus acompañantes Vicente Alcalá Galiano, tesorero general; Antonio Ranz Romanillos, consejero de hacienda; Cristóbal de Góngora, secretario; Juan Orovio, ministro de la junta de comercio y moneda; Ramón Bango, empleado de la caja de consolidación, expertos y eminentes en el ramo de las finanzas. El 28 se entrevistaba Azanza con Napoleón. Cuando, evacuada su comisión, decidió regresar a Madrid, le llegó la orden de aplazar su viaje; porque su majestad imperial le había designado presidente de la junta de notables españoles, convocada para el 15 de junio. Murat, como lugarte- niente general del reino, había publicado la estructura funda- mental de aquella diputación de 150 testaferros, cuya misión se limitaba prácticamente a firmar, sin protesta ni reparo, una constitución previamente elaborada. Cierto que no era un código peor que el que han de elaborar las cortes de Cádiz; hasta había título, como el décimo, sobre los dominios americanos, muy atinado en considerarlos genui- nas provincias metropolitanas. El pecado de bastardía fue su mayor delito. Antes de inaugurar las sesiones, los diputados, acorralados por Napoleón, tuvieron que prestar juramento de obediencia y fidelidad a su hermano José. Abrióse la asamblea constituyente el día previsto, 15 de junio. El corso entregó a su presidente, Miguel José de Azanza, el proyecto bien entramado. Nombró por secretarios a Mariano Luis de Urquijo, consejero de estado, y a Antonio Ranz de Romanillos, del de hacienda. Encomendóse la preparación de los debates, en una de las cuales intervenian Azanza y Cevallos, con varios expertos en finanzas. En su discurso de apertura, previamente censurado por ambas comisiones, prodigó el presidente sus elogios a Napo- león, no por obligada lisonja, sino por personal convencimiento:
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