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ronle vivamente Gil de Taboada, O Farril y Azanza; pero hubie- ron de plegarse a la voluntad de la mayoría, temerosa de represalias. O'Farril dimitió en señal de protesta; le imitó Azanza dos días después en protesta escrita que entregó al secretario, conde de Casa Valencia. Zanjáronse las disensiones con la carta de Carlos IV, fechada el cuatro y recibida el siete, en la que comunicaba a la junta que había vuelto a empuñar las riendas del poder y que delegaba en el gran duque de Berg la presiden- cia vacante y todas las facultades del mando supremo. Con la carta, una proclama del mismo soberano a todos los españoles, cerrada con esta advertencia: «...creed que en la situación en que os halláis, no hay prosperidad ni salvación para los Espa- : ñoles, sino en la amistad del grande Emperador nuestro aliado». Toda vacilación quedó envarada y toda jurisdicción abolida, cuando el principe Fernando ratificó desde Bayona (6 de mayo) su renuncia a la corona y su delegación de poderes en la junta suprema de gobierno. Resulta burlesco, de humor negro, que el día 6 de mayo anuncie el principe la reintegración del cetro a su poa que el día anterior, 5 de mayo, lo había cedido a Napo- león. Por decreto (antijurídico) del 8 del mismo mes, ordena Car- los IV a los consejos de Castilla, de la inquisición y de guerra, acatar la mudanza dinástica, como solución a la presente anar- quía de España, corroída por las facciones, y como único remedio para restablecer el orden. «Conservad la mayor amistad y unión con los Franceses; y sobre todo, cuidad de preservar el Reyno de toda sublevación o rebelión». El principe Fernando delega en su representante, Juan Es- cóiquiz, la firma con el representante de Napoleón, mariscal Duroc, del tratado de aceptación del traspaso dinástico hecho por su padre y de la renuncia a su derecho hereditario, a cambio de unos miles de reales y del título de principe imperial para sí y sus hijos, y de los cotos, haciendas y palacios de Navarra hasta la concurrencia de 50.000 arpens. Y desde Burdeos rubrica con su tío el infante don Antonio y con su hermano el infante don Carlos M.* Isidro (12 de mayo), una proclama a los españoles sobre la ventaja de lo pactado con el emperador y respecto a la obligación de respetar los acuerdos, que por largo tiempo habían de garantizar para la nación española el respeto de su religión católica, su independencia e integridad territorial y la conservación de sus dominios. Ni la junta de gobierno ni el consejo de Castilla, asesorados por el ministro de gracia y justicia, don Sebastián Piñuela, insigne jurista, dieron por válidos unos tratados impuestos por la coacción; mas como estaban afianzados por órdenes peren- torias de su majestad católica los acataron, aunque no sin protestar de su vigencia, «salvos los derechos del Sr. Dn. Carlos IV y de su Hijo y demás sucesores». Tardiamente recibió Azanza pliegos del principe Fernando, fechados el 4 de mayo, en que se autorizaba a la junta de gobierno el abandono de la villa y corte y se le investía con todas las funciones de soberana; se exhortaba a sus miembros a organizar la defensa y a oponerse al ingreso de nuevos contingentes de tropas francesas. Por otro decreto, que también se entregó a Miguel José de Azanza en propias manos, se ordenaba al consejo real y en su defecto a cualquiera audiencia y chancillería, no esclavizada por la tropa invasora, la convoca- ción de cortes generales, que atendieran principalmente a la defensa del reino. Azanza se reunió con los otros ministros, compañeros de gabinete. De consuno testimoniaron que aquellas disposiciones de Fernando VII, que, en definitiva se limitaban a sancionar lo que la junta le reclamara por su faraute Evaristo Pérez de
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