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para retener al citado infante, llególes otro propio del mariscal con la amenaza de recurrir a la fuerza si no se le obedecía lisa y llanamente. ¿Qué podía objetarse con 3.000 hombres mal arma- dos contra los 40.000 franceses repartidos entre la capital y sus aledaños? Y ¿cómo improvisar cuerpos de milicias si apenas había armas en el parque y tiradores entre el paisanaje? Pre- sentóse en plena sesión don Justo M.* de Ibar Navarro, oidor del consejo real de Navarra, con especial delegación de Fernando VII: Napoleón estaba empeñado en hacerle abdicar, para coro- nar a uno de sus hermanos; pero su majestad católica no estaba dispuesto a ceder sus derechos; ínterin se dirimía asunto tan grave «que se esmerase la Junta de Gobierno en conservar la paz y buena armonía con los Franceses, sin dar lugar a inci- dente alguno que pudiese comprometer el estado tan delicado de sus negocios y aun su misma Real Persona». Al día siguiente, dos de mayo, el pueblo madrileño, que discretamente había hecho desaparecer, principalmente en los barrios de noches alegres, un buen puñado de gabachos, en- frentóse abiertamente con la escolta francesa, que pugnaba por llevarse al infante don Francisco de Paula; los mamelucos cargaron contra la turba indefensa, que, en su dispersión, con- siguieron agavillar al vecindario en un haz de encendida rebel- día contra los brutales invasores. Sucedió lo que por todos medios había intentado evitar la junta suprema de gobierno, bien convencida de la superioridad del francés y de que en ningún caso había sido su talante de aliados, sino de enemigos. Comisionaron a los ministros O'Farril y Azanza como mediane- ros de paz, los cuales recabaron del duque de Berg orden de cese de hostilidades; y que, para imponerla a las milicias fran- cesas, les acompañara el general Harispe, ¡efe del estado mayor del mariscal Moncey, con algunos de sus subalternos. Todos juntos se dirigieron a los consejos de Castilla y de guerra y, partidos en dos secciones, ministros, oficiales y consejeros, lograron la retirada de militares y ciudadanos y la libertad de unos traficantes catalanes y de algunos artilleros arrestados en un campamento francés. No falta quien achaque a esta obra humanitaria de O'Farril y de Azanza los bestiales asesinatos que, por fútiles pretextos, repitieron durante la noche de aquel día y la mañana del siguiente las tropas de ocupación, en la Montaña de Principe Pío; pues por su intervención, según razonan, sorprendieron inermes a los que confiados habían vuelto a callejear. De donde se deduce que de la misma flor unos liban la miel y otros nutren su ponzoña. Los días 3 y 4 respectivamente abandonaron la villa y corte los infantes don Francisco de Paula y don Antonio Pascual, que se despidió de sus compañeros de junta con un «Adiós, seño- res, hasta el valle de Josafat». Uno y otro infantes habían sido obligados a expatriarse, porque así convenía a la ambición bonapartista. El desconcierto de aquel organismo acéfalo (que desde 4 ministros, había pasado a 20 consejeros, con voz y voto), des- nudo de consignas reales, se vistió de orfandad desvalida, que fácilmente hubiera podido cobijarse, sin trastorno político ni dinástico, conque el rey Fernando, antes de abandonarles, hu- biera reconocido su mayoredad, como junta de regencia con delegación total de poderes. Tal fue al menos la opinión de Azanza en su réplica a la Exposición del ministro Cevallos, que en su carta de 27 de abril se había limitado a comunicar los empeños de Napoleón por cambiar de dinastía. Desde la partida del infante don Antonio aquella junta redú- jose al tablado de maese Pedro, movido por el gran duque de Berg, que el mismo día 4 se presentó en sesiones de mañana y tarde con el firme propósito de ocupar la presidencia. Recusá- e
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