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Obsesionado Fernando Vil por granjearse la voluntad de Napoleón, ingenuamente allanó el camino a su felonía imperia- lista. Indicóle el embajador extraordinario Savary que su gene- ralísimo se dirigía hacia la frontera pirenaica para entrevistarse con su majestad católica. Y su majestad católica, por consejo de su preceptor Escoíquiz, al que respaldaron Cevallos, los duques del Infantado y de San Carlos y, al parecer, los ministros O'Farril y Azanza, se dispuso a abandonar la villa y corte. El ansia de verse con Napoleón le espoleaba. No fue bastante a frenarle la denuncia presentada por don Francisco Xavier de Negrete, capitán general de Castilla, contra el gran duque de Berg, que se negaba a reconocer otro rey legítimo que a Carlos IV, cuya renuncia tuvo por forzada. Nombró Fernando una junta su- prema de gobierno, presidida por su tío el infante don Antonio, integrada por Pedro Cevallos, Francisco Gil de Lemos, Miguel José Azanza, Gonzalo O'Farril y Sebastián Piñuela, ministros respectivamente de estado, marina, hacienda, guerra y gracia y justicia. Y el día 10 de abril se encaminó hacia Burgos, la capital de la vieja Castilla, con el ansia y la certeza de hallar un Napoleón tardado de esperar. Pero Napoleón, con el señuelo de la entrevista, lo fue jalando, como presa arponada, hasta Ba- yona, en donde, después de actuar arbitrariamente en la ver- gonzosa reyerta paterno filial, se quedó con la corona disputada de las Españas. | En Madrid Azanza se opuso a los intentos del mariscal Murat por formar parte de la junta suprema de gobierno. Pero, conse- cuente con la política y consignas reales de no oponerse al francés en lances de simple galantería, accedió a la entrega de la espada que Francisco | había tenido que rendir en Pavía y a la libertad del infortunado Manuel Godoy, que purgaba sus vani- dades en el castillo de Villaviciosa. El infante don Antonio, tan corto de alcances como largo en desenfados, después de culpar a su hermano, Carlos IV, y a su cuñada «la sabandija» (María Luisa), de la liberación del favo- rito, arremete contra sus compañeros de junta, por haber dado fe a las palabras de Berg: «Dice Murat al solicitar la soltura de Godoy a mis compañeros supremos, que tú (Fernando) le diste la palabra de libertarle cuando tenías el pie en el estribo para salir de Madrid. ¡Embustero! ¿Por qué no me lo dice a mí? Los cagatintas de mis compañeros se han mamado la breva y han bajado la cabeza, por lo que pronto verás al favorito por esas tierras». Y, en efecto, escolta francesa le acompañó hasta Ba- yona. Al despedirse de la junta ni entregó Fernando VIl despacho alguno sobre facultades delegadas ni dio otra consigna que la de observar la más estrecha armonía con el general que man- daba las tropas francesas de ocupación. Pensaba el monarca regresar en breve a Madrid desde cualquiera de las provincias norteñas y trasmitir entre tanto las órdenes oportunas mediante su ministro de estado, don Pedro Cevallos, que caminaba en su comitiva. Cuando se tuvo noticia de que su majestad católica había cruzado la frontera, cayeron sobre la junta suprema de go- bierno, mazazo tras mazazo, los requerimientos del gran duque de Berg. A la liberación de Godoy se fue siguiendo la exigencia de lealtad a Carlos IV contra su hijo Fernando, y la orden perentoria de disponer la salida del infante don Francisco de Paula. Contra las objeciones de O'Farril y de Azanza presentó Murat sendas cartas de Carlos IV: a que replicaron ambos ministros que no admitían órdenes sino de su hijo Fernando, al cual tenían bien informado con mensajeros de toda confianza. Cuando en la noche del uno al dos de mayo estaban discu- tiendo los ministros y miembros de la junta sobre los arbitrios SB

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