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En resolución del consejo de Indias, techada el 2 de mayo de 1803, se declaró a guisa de conclusión del juicio residencial: que Miguel José Azanza había procedido en todo «como per- fecto virrey, gobernador y capitán general; y que por sus singu- lares constantes servicios se había hecho muy digno y acreedor de que la Real gratitud le manifestase lo apreciables que han sido a V. M. para apagar de este modo honorífico las injustas declamaciones esparcidas contra el honor, justificación y pu- reza de un ministro que en todo tiempo ha merecido la más alta reputación». Respuesta sibilina, aún por dilucidar. ll DUQUE DE SANTA FE AL SERVICIO DE FERNANDO Vil Luego de su llegada a España fue a establecerse, con su nuevo cargo de consejero de Estado, a la ciudad de Granada, en donde poseía bienes propios o de su mujer. Allí permaneció confinado al parecer, hasta que, tras el motín de Aranjuez (19 de marzo 1808) renuncia Carlos IV en su hijo Fernando, que le encomienda la cartera de hacienda, regida hasta entonces por el pundonoroso mallorquín, don Cayetano Soler, funcionario con más de arbitrista que de financiero. Su gestión como intendente y su cargo de virrey le habían granjeado un prestigio que, a los ojos del nuevo monarca, pudo acrecentarse como oposición al derribado Principe de la Paz. Puesto que, según insinúa el conde de Toreno, culpa suya fue el retiro granadino de Azanza. ¿Aceptó el cargo ministerial por dar en rostro al valido? ¿Vio en Fernando VII la continuidad reformista represada por Carlos IV y su favorito Godoy? La situación política española era muy espinosa. Desconocía sin duda el tratado ignominioso de Fon- tainebleau (27 de octubre de 1807); pero cuando Azanza llegó a la corte (28 de marzo) las tropas francesas se habían atrinche- rado alevosamente en las ciudadelas de Pamplona y de Barce- lona; Murat, gran duque de Berg, había precedido a Fernando Vil en su entrada a Madrid (días 23 y 24 de marzo); el nuevo monarca parecía esperarlo todo de su amistad y buena corres- pondencia con Napoleón, puesto que habíale pedido para es- posa a una de las «princesas imperiales» (octubre de 1807); la guerra declarada a la nación británica y el ideario constitucional del emperador de los franceses (no hay antinomia) tampoco parecian argumentos desdeñables. Da a entender Azanza que se prestó al juego, partiendo de hechos consumados en pl periodo anterior, por su esperanza de salvar la nación y la dinastía. de Milicias

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