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mente de Santa Cruz, sea por compra sumisa en Jamaica, mediante otros mercaderes que lo revendieron a la real ha- cienda en condiciones ventajosas. Azanza les compensó con generosas licencias para la introducción en México de géneros y efectos no prohibidos, aunque monopolizados. Al mismo ar- bitrio hubo de recurrir para el rescate del azogue, tan necesario en el laboreo de las minas. Pedro Juan de Erice fue uno de sus intermediarios. CHINGUIRITO El rumor callejero que, aun envuelto en novelería, no siem- pre marra en lo substancial, dio en achacar a codicia de Bran- ciforte un bando por el que se autorizaba cierta artesanía doméstica, hasta entonces rigurosamente vedada: la libre fabri- cación del aguardiente. Llamóse aquel edicto de gracia, bando del chinguirito, no muy acorde con la seriedad disciplinar de la vida ciudadana. Ni era recomendable ni parecia muy diplomá- tico que el sucesor anulara de repente la nueva libertad alcan- zada. Mas como advirtiera Azanza que «la causa de Dios y del Rey se interesaban mucho más que los pulqueros (sic) en la pronta reforma del pernicioso abuso de la venta de aguardiente en calzadas y otros parajes inmediatos a la capital», lo prohibió sin otras reservas que las casas autorizadas a su expendio, previo contrato con el real erario. Y por aliviar a la real hacienda de molestias y sueldos inútiles, pues que el chinguirito conti- nuaba en su vigor, suprimió los jueces de bebidas prohibidas y trasladó las causas que pudieran presentarse por abusos a las justicias territoriales. Destinó el ahorro consiguiente de fondos a beneficencia pública. Dentro del ámbito procesal adoptó otras medidas humanita- rias. Halló más de 700 procesos pendientes, abiertos a unos 1.500 reos, que consumían su triste destino entre los muros de las cárceles hasta que se substanciaran sus causas. Y a fin de abreviar trámites, las encomendó a dos abogados de la real audiencia, con inhibición del alcalde del crimen. Y en alivio de todos los encarcelados aprobó el plan de superintendencia de propios, que les garantizara una subsistencia menos penosa en lo relativo a comida y vestuario. Completó Azanza su labor humanitaria y de gobierno con la protección generosa al hospicio de pobres, dotado reciente- mente como heredero universal por el capitán de milicias, don Francisco de Zúñiga; mandó que las limosnas que solían dis- persarse por calles y zaguanes afluyeran a aquel refugio de hombres y mujeres sin empleo. Como ilustrado de la época carolina, tampoco descuidó la comodidad ciudadana: política de mercados, de alumbrado pú- blico, de limpieza de calles y conservación de calzadas, atarjeas, plazas y cañerías, y abastecimiento de aguas a la capital con «el agua de Chapultepec por el caño bajo de la arquería de Tlax- pana, lográndose de este modo se hagan perennes las aguas que corren por cañerías hasta Santiago, el Carmen, San Sebas- tián, San Lázaro y otras partes distantes». Y recomendó encare- cidamente a su sucesor la continuación y perfeccionamiento de la obra emprendida. Con singular empeño le insiste en las obras de empedrado y de policía urbana de Puebla de los Angeles, «la segunda en importancia». Abrió el camino de Sonora y Nuevo México, para mejor comunicación con ambas Californias, que propuso dividir en dos intendencias o gobernadurías por lo dilatado de sus tierras; y para más eficaz ayuda de aquellas avanzadillas misionales. Promovió en las provincias interiores el cultivo del trigo y del cáñamo. AS

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