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cartas, la escritura en redondilla y bastardilla y las cuatro opera- ciones hasta la división con decimales. Azanza se preocupó de las escuelas de primera enseñanza, y de modo especial de la competencia y retribución de los maestros y de la presentación decorosa de los alumnos. «He tenido la complacencia de que se me presenten vestidos los individuos de los gremios; a expen- sas de algunos vecinos eclesiásticos y seculares, se ha vestido con decencia un crecido número de los niños que frecuentan las escuelas». Tanto en la capital como en otras ciudades del virreinato cundía «la vergonzosa desnudez del pueblo ba;¡o», que tanto ofendía los ojos de la gente culta y que ocasionaba «muchos daños físicos y morales» (Azanza). De la masa de temporalidades o bienes de los jesuitas expulsos distrajo importantes partidas con que subvencionar el colegio mayor de San Juan Bautista y la universidad de Guada- laxara, fundada por real cédula de 18 de noviembre de 1791. Con fecha 28 de abril de 1799 elevó Azanza una solicitud al rey para que aprobara sus estatutos sobre promoción de la cultura tan desatendida, «que causa escándalo y acarrea increí- ble inmoralidad en todo el numeroso vulgo». La obra de Azanza no tendió a la elevación cultural de la mujer, porque los tiempos se lo estorbaban; pero con su de- creto de libertad laboral entrególe un resorte de autonomía capaz de «amejorar» su rango. La mujer trabajaba con el hom- bre en obrajes o fábricas textiles de lana, seda y algodón. Precisamente los periodos belicosos que se venian sucediendo desde la paz de París (a. 1763) habían dado un fuerte impulso a la industria de paños, frezadas, cendales, rasos y sombreros. Afirma Silva Santisteban que desde la metrópoli se cursó al virrey Azanza una orden reservadísima de destruir todos los obrajes, por la competencia que hecían a los llamados géneros - de Castilla. Cierto que desde el siglo XVIl se venía practicando una política basculante de fomento y de retracción respecto de los telares ultramarinos. Sin embargo, en el caso de Azanza, o no llegó la real cédula o se enterró en secretaría; porque, a tenor de su informe elaborado en vísperas de abandonar el suelo mexicano, se había duplicado, cuando no quintuplicado, la capacidad de sus talleres y el número de operarios, desde 1796 a 1800, en Puebla, Cadereita, Otumba, Querétaro, Oa- xaca... La mujer trabajaba también a domicilio en labores de artesanía; pero, aunque con cierta lentitud, se había introducido en las Indias el sistema gremial, que precisamente en los pos- treros días del siglo XVIII, cuando su extinción se vislumbraba irremediable, hizo mayores empeños por renovar e imponer sus reglamentos. Josefa de Celis, madre viuda de numerosa prole, aplicóse a bordar cortes de zapatos y venderlos por su cuenta. Maestros y oficiales del gremio le salieron al paso, porque burlaba su monopolio. Acudió la artesana al virrey; apelaron los gremiales por mor de sus atribuciones y por el bien público que corría peligro, según sus temores, de ser defraudado por falta de garantía en el género expendido. Y resolvió Azanza que ni a ésta ni a otras señoras se molestara en sus labores de bordado de los zapatos (decreto de 3 de agosto de 1798) ni en su libre comercialización y que ella y cualquiera otra señora pudiera trabajar sin cortapisas en labores honestas a voluntad y sueldo (decreto de 22 de abril de 1799). Otra industria, por entonces no femenina sino de los vegue- ros, fue la del tabaco, que recomendó a su sucesor Marquina como la renta más saneada de la corona. Su mayor freno de prosperidad fue la falta de papel, robado en parte por los corsarios ingleses, de los cuales tuvo que rescatar, sea por golpe de audacia, como en Belice mediante el traficante Cle- so: Mb
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