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150 muertos y 477 heridos. Pero el triunfo quedó por don Juan José Navarro, general de la armada española, que por aquella heroicidad se ganó el título de marqués de la Victoria, en tanto que Inglaterra inhabilitaba para cualquier mando al que había sido su almirante Mathews. Y aquella porción del Mediterráneo quedó libre, al menos temporalmente, de hostigaciones británicas. Desde aquella fecha, hasta la infortunada opresión na- poleónica, se negaron los marinos españoles a toda acción conjunta con la escuadra francesa. Cuando años más tarde, en 1765, partió del puerto de Cartagena, en misión matrimonial, la escolta de nueve bu- ques de guerra mandados por el octogenario don Juan José Navarro, a sus órdenes navegaba el comandante don Josef Manuel de Guirior. Se había de conducir hasta Italia a la Infanta Luisa María, hija de Carlos !ll y prometida del archiduque Leopoldo, hijo de María Teresa, y recoger en el puerto napolitano a María Luisa de Parma, prometida del futuro Carlos IV, POR TIERRAS DEL CARIBE El 22 de abril de 1773 tomó posesión don Manuel de Guirior del cargo de virrey, gobernador y capitán general del reino de Nueva Granada y de presidente de la real au- diencia de Santa Fe de Bogotá. Le competía asimismo la superintendencia general de hacienda y el vicepatronazgo de todas las iglesias sitas en su demarcación jurisdiccional. Su entrada en el virreinato debió de hacer época. Nin- gún virrey la había hecho con tal boato y con tal cortejo de criados de honor y de lacayos (Groot). Pero a su costa. Porque en la real cédula por la que se le había promovido a puesto tan relevante (18 de diciembre de 1771) se le había advertido la puntual observancia de la ley 22, título 3, libro 3, de la Recopilación, por la que se vedaban los sa- raos, presentes, dádivas y regalos al virrey y su comitiva en la ceremonia inaugural y a su paso por ciudades, villas y pueblos. De su familia y parentela viajaron con él su so- brina y esposa, doña María Ventura de Guirior, y sus dos sobrinos, don José M.* de Guirior y don Maximino de Echálaz y Guirior, que llegarán a ser capitanes de sus guardias de caballos y alabarderos. Las atribuciones de los virreyes, como subrogados del monarca, venían siendo, en el momento de tomar una de- cisión, omnímodas, aunque no absolutas. Había unas leyes de Indias, unas reales cédulas y una facultad de recurso contra sus decretos y ordenanzas, que limitaban su poder. Y había sobre todo unos visitadores quisquillosos y un te- mor saludable de cualquier funcionario, eminente o menos eminente, al juicio de residencia, que se le había de tomar al cesar en sus funciones. «Ofrezco y prometo por mi pa- labra Real, que quanto el dicho mi Virrey, en mi nombre y en virtud de él, hiciere, mandare o dispusiere, en las Provincias de su Jurisdicción, lo daré y tendré por estable, firme y valedero, como si yo lo hubiere executado, sin revocarlo ni permitir que se altere en manera alguna» (R.C. de 23 de agosto de 1739). PE

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