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gos soterrados. Dos tendencias hicieron patente su anta- gonismo: la contemporizadora de ambos virreyes (las pa- lomas) y la inflexible de Areche, Jacot y Mata Linares (los halcones). En la Instrucción de visita entregada a don José Antonio de Areche se le advertía respecto de los peruanos: «Aman infinito a su Patria y sus costumbres; pero tienen una adversión desmedida a los europeos, a quienes miran en su interior con desprecio, capitulándoles de estúpidos y groseros». Peligrosa advertencia para un temperamento como el del vizcaíno, que había hecho ya mella por su historial en la burocracia metropolitana. Por sus informes sobre la divergente conducta del virrey se explica aquella andanada que, en forma de real cédula, se dirigió a Guirior con fecha 8 de agosto de 1779, para re- cordarle: «Que en la contrariedad y general oposición que se notaba en S. Excia, para con todas las facultades que tenía el Rey dispensado al visitador D. Josef Antonio de Areche, obligaba a repetir lo mismo que anteriormente se le tenía advertido en cuanto al modo con que debía mi- rarse para conseguir pusiese en buena orden la confusión y desgobierno en que se hallaban los principales ramos del Erario». A este respecto, le había concedido S. M. ju- risdicción privativa y omnímoda en tal guisa que «en los asuntos en que tomaba conocimiento, suspendía e inhibía toda otra ordinaria, por sublime que fuese, como las de los virreyes, capitanes generales, regentes de las audien- cias y hasta la misma jurisdicción de las propias audien- cias», sin más opción que la de colaborar con el visitador al efectivo cumplimiento de sus providencias. Hasta se le había reservado el nombramiento de funcio- narios para toda clase de empleos, «sin esperar propues- tas ni comunicarlo con el virrey». De la promoción de algunos de esos sujetos proce- dieron los choques; y de la disparidad de enfoque polí- tico, En tanto que Areche aventaba por injustificadas muchas quejas criollas, Guirior les prestaba atención, aunque sólo fuera, según explicaba el propio Areche, «por ser amado de los americanos, porque le crean y le adoren como pro- tector de sus libertades y exenciones mal entendidas o in- justas». (Carta de Gálvez, Lima 20 de enero de 1779). Por mal que sentara al visitador, dispensó el virrey, por su cuenta y riesgo, de alcabalas y almofarijazgos, los tri- gos sobrantes de Chile a su arribo al puerto del Callao. Y la Corte debió de darle la razón, porque en ese prece- dente se apoyará Jáuregui para intentar lo mismo en favor de la capital y su comarca. En lo que no tuvo tanta for- tuna, aunque pareciera atinado su proceder, fue en el quin- to del oro y de la plata. Desde los tiempos de la con- quista se debía reservar la quinta parte de los metales preciosos para las arcas reales; una quinta parte que se había reducido al 10% desde Felipe V (auto acordado de 1741) y que por lo relativo al oro había rebajado Carlos ll a un 3%; con lo que se había cortado mucho de aquel contrabando que lo encauzaba a tierras extrañas. El virrey Guirior, en virtud de la real cédula de 12 de octubre de 1776, había publicado un Reglamento de pla- teros, por el que se regulaba lo establecido en las Leyes de Indias (Ley 34, tit. 18, partida 3) sobre el pago del quinto de la corona y la contraseña en las piezas labradas, de haberlo satisfecho. Pero había exceptuado de tales ga- belas la vajilla de oro y plata y las alhajas que estuvieran ya incorporadas al ajuar privado. Y no por capricho, sino PE, POR
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