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mucho que se intentaran las mismas suertes en los do- minios peruanos? Areche había dado muestras de su pro- bidad, de su rectitud y de su competencia jurídica, El Con- sejo de Indias lo ratifica en su consulta de 7 de agosto de 1780, al declararle por «recto, fiel, desinteresado y per- fecto ministro, digno de que le remunere S. M.». Pero en Lima le habían precedido siniestros rumores sobre su ri- gidez y dureza de carácter y sobre la severidad que había mostrado en el juicio de residencia del virrey Cruillas, aunque en definitiva saliera absuelto. El virrey Guirior, por imperativo protocolario y por su misma generosidad de espíritu, hizo publicar un edicto, con fecha 16 de octubre de 1777, sobre el recibimiento oficial y privado que se debía a aquel embajador extraordinario de la corona, caballero de la real y distinguida orden de Carlos Ill, su consejero en el Supremo de Indias, teniente general del ejército y a la sazón su visitador general en aquellas provincias del Perú y del Río de la Plata. Para aquella fecha había ya publicado Areche su pregón de vi- sita, por el que invitaba a todos los habitantes de dichos dominios a presentarle cuantas quejas tuviesen contra «los ministros reales, por escrito si preferían, con la seguridad de que se guardaría secreto absoluto sobre sus declara- ciones y nombre del denunciante». Y uno de esos «minis- tros reales» era el propio Guirior. Por muy recto que fuera el proceder de Areche en sus actuaciones, las revueltas provocadas en Puebla, Guana- jato y Yautepec contra las medidas arancelarias de Gálvez y aquella sangrienta represión de los sublevados, a causa de la expulsión de los jesuítas, en Nueva España (25 de julio de 1767) afilaron muchos colmillos de maledicencia. No era necesario que uniera el vizcaíno como afirma Lo- rente, al rigor del inquisidor la dureza del publicano, para que el pueblo, y principalmente el de las ciudades, inter- pretara todos sus gestos como caprichos abominables de un tirano. Opino sin embargo que la actuación de Areche, como visitador y superintendente, fue correcta, y su intuición del problema criollo, muy perspicaz. ¿Que sus nuevas regula- ciones de impuestos y de empadronamientos provocaron la revuelta? Quizá anticiparon su estallido, no lo promovieron. La más peligrosa de todas, la de Tupac Amaru, se venía forjando, según confesaron sus cabezas visibles, desde 1775; ni José Condorcanqui ni Tomás Catari mencionaron al vizcaíno por sus dictámenes, salvo en la cuestión de las aduanas, que no eran novedad sino por la eficacia en los cobros. El error de Areche fue de procedimiento. Cuando le sucedió en el doble cargo de visitador y de superinten- dente general de la real hacienda don Jorge de Escobedo (25 de junio de 1782), escribió al ministro Gálvez: «He dedicado algún tiempo a observar el manejo de la aduana, para evitar al público todo motivo justo de queja; y aun- que sólo el tiempo podrá habituarlo a una contribución que, por más moderada que sea, siempre repugna, yo he procurado suavizársela poniendo el despacho expedito y desembarazándolo de algunas formalidades que lo entor- pecían y podían sin riesgo omitirse». (Lima, 16 de marzo de 1783). Areche, por su legalismo intransigente, chocó con una parte de la población criolla y chocó más desairadamente con los dos virreyes, Guirior y Jáuregui. Y esa pugna entre los representantes de la metrópoli bien pudo remover fue-

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